Juan Fco. Ojeda Rivera. Doctor en Geografía, profesor de Análisis Geográfico Regional en la Univ. Pablo de Olavide de Sevilla (1998-2019), jubilado
13 de enero de 2023
1.- Las caras de la crisis y algunos
conceptos previos.
Tener conciencia de estar
viviendo en una crisis latente se ha convertido en algo continuo o, mejor
dicho, recurrente desde que el hombre es hombre. Cada época histórica ha vivido
sus crisis cuyas fenomenologías han ido dependiendo de lo entendido como valor
sustantivo en cada momento. Al fin y al cabo la crisis en cada contexto
histórico responde al deterioro o tambaleo de los elementos más valorados en
ese momento por causas muy distintas, como pueden ser desde una catástrofe
natural a una confrontación bélica o desde un ejercicio de poder dictatorial
hasta una estrepitosa caída del mercado o de la bolsa.
En la actualidad lo que se
suele entender por crisis tiende a mostrar varias caras en sus orígenes y
conformaciones: la cara físico-natural, que se concreta en crisis climática y
crisis ambiental; la cara económica, que se expresa en inflaciones o
deflaciones que pueden conducir a recesiones; la cara social, mostrada por una
comunidad humana cada día más dual: menos y más ricos los ricos, y más y más
pobres los pobres; la cara política, con la consolidación de “poderes fácticos”
y posiciones extremas incapaces de dialogar, la consagración de la corrupción y
el habitual uso de la mentira como arma arrojadiza al contrario; e incluso la
cara mediática, convencida de que el discurso –sea el que sea- crea realidades
y sin problemas para crear realidades falsas.
Ante esta crisis compleja, caracterizada –como todo fenómeno complejo- por la incertidumbre y marcada por la imprevisibilidad en todos sus planos, la angustia se va apoderando de todos nosotros, que observamos un panorama inaguantable y nos vemos obligados a buscar asideros para no caer en la depresión y la pérdida de la esperanza en un futuro mejor.
¿Cómo aguantar estoicamente
los envites de la crisis? ¿Cómo intentar salir airosos de ella? ¿Cómo mantener
nuestra esperanza? Las respuestas a tales preguntas son el objetivo de este
texto, que –tras algunas premisas conceptuales- irá desarrollándose a partir de
unas presentaciones de las realidades críticas desde distintos ángulos de
visión, para terminar consultando a sabios actuales o cercanos que puedan
ayudarnos a contar con estrategias de mantenimiento de la esperanza ante tales
situaciones críticas.
Pero antes de entrar propiamente
en materia, conviene aclarar algunas premisas conceptuales sobre el crecimiento
y el desarrollo, la inteligencia social compartida y la resiliencia:
No parece saludable la
confusión de desarrollo con crecimiento económico, porque mientras que éste es
un incremento cuantitativo en la escala física basado en la explotación de
recursos y no puede sostenerse indefinidamente, en función de la propia finitud
de los recursos del planeta; por desarrollo debe entenderse algo más
cualitativo: un despliegue o mejora de cualidades caracterizado por la
multidimensionalidad y los principios de equilibrio, autonomía, calidad de
vida, creatividad y disfrute.
Por otro lado, también
parece de interés dejar claro el concepto de “inteligencia social compartida”. La
inteligencia es un concepto acumulador y cambiante, de manera que si
tradicionalmente se ha entendido por inteligente al sujeto bien enterado y
racional o lógico, las investigaciones psicosociales condujeron a hablar de
“inteligencia emotiva”, relacionada con las capacidades afectivas y adaptativas,
de manera que se entiende que un sujeto informado y lógico puede no ser
inteligente si no tiene equilibradas su afectividad y su capacidad de
adaptación a diferentes situaciones. Pero, además, el sujeto hombre es un
animal social, con lo que la sociología habla de “inteligencia compartida”,
partiendo de la convicción básica de que existen “parejas inteligentes y
torpes” o “grupos humanos inteligentes y torpes”. Así, la inteligencia social
compartida sería la capacidad de un colectivo social para mejorar o empeorar
los resultados individuales de sus distintos componentes.
Por su parte, y como colofón
de esta premisa conceptual, la resiliencia es la capacidad de respuesta a
situaciones de estrés, como un concepto prestado por la psicología a la
biología y la sociología. De manera que por resiliencia social se entendería la
capacidad societaria o comunitaria de adaptarse airosa y dignamente a
situaciones críticas.
2.- ¿Cómo irse desarrollando normalmente?
Hipotéticamente podría
entenderse que una sociedad que se va desarrollando normalmente, o sea que va
desplegando y mejorando sus propias cualidades, en función del buen empleo de
su inteligencia social compartida, podrá contar con una gran capacidad de resiliencia
ante cualquier crisis.
La
pregunta de nuestro epígrafe cuenta con respuestas diferentes en función de
momentos históricos y de distintos paradigmas, que van marcando posibles caminos
estratégicos de tal desarrollo:
Desde
unos planteamientos economicistas, se han ido ofreciendo tradicionalmente
distintas e incluso opuestas recetas estratégicas conducentes al desarrollo: así,
los economistas conservadores y liberales, cuyas diversas posiciones coinciden
en estar emplazadas en ámbitos de mucho crecimiento y llamados “desarrollados”,
justifican sus compartidas situaciones de bienestar identificando desarrollo
con crecimiento económico y defendiendo que las actuales diferencias entre unos
países y otros son de orden esencialmente cuantitativo -unos han avanzado más
en la misma escala que otros-, porque realmente sólo existe un proceso lineal,
continuo y universal de desarrollo, dentro del cual las condiciones de partida
en cada caso y la distinta rapidez evolutiva justificarían los contrastes que
pueden observarse en un momento. De manera que para que un territorio se
desarrolle tiene necesariamente que pasar por unas etapas o fases relativamente
bien definidas por algunos de ellos: la fase primitiva, basada en producciones
primarias y muy al socaire de coyunturas críticas; la fase de despegue y
crecimiento, relacionada directamente con las capacidades de acumulación de
capital en la fase primitiva que puedan inducir inversiones en bienes de equipo
hacia una industrialización; y la fase de estabilización en el crecimiento en
la que se corrigen las lacras industrializadoras de la fase anterior y se
ralentiza el crecimiento económico en pro de una situación de mayor calidad y
confort. Es este un planteamiento optimista, al entender que la carrera de obstáculos
que significa llegar a la meta tiene grandes hándicaps, pero puede conducir a
un final feliz si los distintos territorios se limitan a seguir las
instrucciones de aquellos que están más adelantados en el proceso y de sus
instituciones (FMI, BM…). Por eso se llega a hablar eufemísticamente de “mundo
desarrollado” y “mundo en desarrollo”.
Frente
a tales posiciones, se sitúan algunos economistas de las áreas subdesarrolladas,
cuyas vivencias determinan también sus miradas y vienen a constatar que
desarrollo y subdesarrollo son las dos caras de una misma moneda, de forma que
siempre serán así porque se necesitan mutuamente pero en dirección contraria.
El triunfo de la revolución industrial y sus corolarios de colonialismo e imperialismo
han ido conduciendo a un mundo dual en función de contar o no con medios
propios de producción. El intercambio desigual entre países con capacidad
manufacturera y países con mera capacidad productiva conduce a una dependencia
y a unos “círculos virtuosos y viciosos” y a lo que se conoce como “deuda
externa continua” de aquellos países afortunados y pobres que venden materias
primas o productos primarios y tienen que comprar manufacturas más caras. Esta
es la teoría de la dependencia, que, negando el optimismo de la anterior,
entiende que la crisis de desarrollo afecta estructuralmente a estos países
dependientes que nunca saldrán “de gazapos a conejos”, porque las diferencias
económicas entre áreas desarrolladas y subdesarrolladas tienden a acentuarse,
aumentando y haciéndose más duras las dependencias, que pasan de ser
internacionales (países colonizadores y colonizados) a ser transnacionales
(empresas, que no se atienen a unos derechos internacionales). Y, además, se
diversifica el subdesarrollo, estableciéndose una pirámide truncada con varios
estratos progresivamente infranqueables entre unos países que parecen
desarrollados, pero son muy dependientes, un tercer mundo con una perpetua e
impagable deuda externa y un cuarto mundo que, más allá de las fronteras
nacionales, se extiende por las zonas deprimidas y barrios marginales y
segregados de las ciudades de todo el orbe.
La
conciencia de finitud de nuestro planeta es ya vieja: algunos griegos se
atrevieron a medirlo con bastante acierto, pero, siguiendo la cosmovisión
ptolemaica y una lectura bíblica directa, prevalecía el paradigma de que la Tierra
era el divino y gigante centro del universo y todo giraba en torno a ella. Ya con
Copérnico y Galileo se fue consolidando el heliocentrismo y, a pesar de la
ortodoxia religiosa, comenzó a tenerse conocimiento de que el globo terráqueo no
era más que uno de los cuerpos medianos que formaban el sistema solar. No
obstante, había economistas –los fisiócratas-
que pensaban que la Tierra era como una “madre perpetuamente preñada”
que no sólo nos daba frutos agrarios sino también continuos minerales y demás
recursos naturales. El crecimiento, basado en la explotación infinita de
recursos naturales, era la base de la economía y del desarrollo de las
naciones.
Ya
en julio de 1969, cuando desde el Apolo XI en dirección a la Luna se nos
presentaba el planeta Tierra en toda su extensión -“Es como un globo azul en
medio del universo”-, todos los humanos pudimos contemplar el espectáculo por
la televisión, asumiendo la finitud real del globo en el que vivíamos. Se
comienza a experimentar y tener conciencia plena de la finitud de los recursos
naturales: la Tierra no es una madre siempre preñada, sino un almacén en el que
se pueden ir acabando los víveres. Tal conciencia conduce a la alarma ecológica
y a la necesidad de un “crecimiento cero” como exclusivo mecanismo de salvar al
planeta de su destrucción: si todos los países crecieran como lo hace Estados
Unidos, los recursos de la Tierra se acabarían bien pronto, preconizaban los
Meadows en su Informe sobre los Límites del Crecimiento para el Club de Roma
(1972). A partir de ahí van apareciendo las ecofilosofías que, introduciendo
prefijos y adjetivos al desarrollo, preconizaban modelos del mismo ante la
finitud y la posible llegada de una crisis ecológica global.
El fin de la guerra de Vietnam y la consolidación de
los Países No Alineados, con sus políticas pragmáticas y favorables a los
pobres de la Tierra, que consiguen que se apruebe un Nuevo Orden Económico
Internacional (NOEI) en la VI Asamblea Especial de la ONU (1974), condicionando
la economía internacional a las exigencias de los más pobres, genera un contexto
histórico de cierta esperanza, en el que un grupo de cooperantes con el
subdesarrollo irá configurando el llamado ECODESARROLLO. Es este un modelo
radical y crítico que propone ajustes graduales y redistributivos de los
posibles crecimientos económicos del planeta, entendiendo que existe una clara
interconexión entre sociedad y naturaleza, entre modelos de desarrollo
económico y naturaleza orgánica. El ecodesarrollo se va configurando al recoger
–a modo de cajón de sastre- toda una serie de aportaciones de aquellos
cooperantes, como son la “eco-región” de I. Sachs; la “desconexión y relaciones
sur-sur” de S. Amin; el “modelo budista de economía, que prima el bienestar y
la autorrealización sobre la ganancia” de Schumacher o “la cobertura de
necesidades básicas” de Galtung.
Pero para la economía liberal moderna y triunfante,
aquellos acontecimientos sólo constituirían pequeños escollos que había que
salvar y el ecodesarrollo una veleidad coyuntural que debía ser sepultada,
porque -según algunos prohombres del poder real (por ejemplo Henry Kissinger)-
sonaba más a eco que a desarrollo y parecía urgente la tarea de buscarle un
buen modelo sustitutivo. Desde finales de los años setenta del siglo XX se va
gestando un nuevo modelo de desarrollo llamado DESARROLLO SOSTENIBLE, que
quiere responder al contexto moderno occidental y parte de las siguientes
premisas: la ciencia y la técnica nos salvarán creando nuevos recursos
disponibles (optimismo tecno-científico); la economía es una esfera real y
autónoma basada en el mercado, el individualismo y el utilitarismo y la calidad
de vida se mide en productos materiales poseídos. En función de todo ello, los
recursos naturales deben ser regulados por precios. Será Gro Harlem Brutdland -primera
ministra noruega por el partido laborista y representante del paradigma socialdemócrata
renano- quien a finales de los ochenta presentará en un Informe sobre “Nuestro
Futuro Común” (1987) este modelo de desarrollo de gran éxito político, porque plantea
la “cuadratura del círculo” al propugnar la continuidad del crecimiento para
satisfacer las necesidades presentes pero sin comprometer las de las próximas
generaciones.
Aquel ocurrente oxímoron adquiere un sonado éxito
político que resulta directamente proporcional a su uso banal como panacea,
hasta el punto de que llegó a ser asumido con naturalidad por algunas
instituciones como la CEPAL (Comisión Económica para
América Latina y el Caribe, organismo dependiente de la Organización de las
Naciones Unidas), cuyos economistas
hablan de Desarrollo Sostenible con Equidad o Desarrollo Humano Sostenible.
3.- Pero ¿es posible seguir
desarrollándose en un mundo finito, agotado y en crisis?
En este siglo XXI, ya tenemos asumido que se han
rebasado con creces todos los umbrales de la sostenibilidad: Se han agotado
todos los recursos de nuestro finito mundo. Las estructurales y recurrentes
crisis naturales, económicas, sociales y políticas se constituyen en muestras
evidentes de tal agotamiento. No obstante, la humanidad sigue haciéndose la
pregunta clave: ¿Cómo sobrevivir en estas condiciones? Y continúan elaborándose
respuestas y diseñándose modelos de adaptación a nuestras críticas situaciones.
Vamos a mostrar los caracteres de dos de tales modelos, como son el de la
“Biomímesis” y el del “Decrecimiento asumido”:
§ Biomímesis. Jorge Riechmann
es un poeta, traductor, ensayista, matemático, filósofo, ecologista y doctor en
Ciencias Políticas, español, quien, adoptando una perspectiva biocéntrica,
comienza planteándose una gran duda ante la afirmación de Protágoras de que “el
hombre es la medida de todas las cosas” y culmina desarrollando en su texto Biomímesis. Ensayos sobre imitación de la
naturaleza, ecosocialismo y autocontención (Ed. de la Catarata, 2006) los seis principios básicos de su modelo:
1.- La finitud y vulnerabilidad de la biosfera
impone un estado estacionario en términos biofísicos, que supone freno y
reducción posterior del crecimiento material de la economía.
2.- Vivir del sol o economía basada en energías
renovables.
3.- Cerrar los ciclos materiales sin mezclar el
metabolismo biológico con el metabolismo industrial y caminando hacia residuo
cero.
4.- No transportar demasiado lejos, minimizando el
transporte horizontal a larga distancia (“biorregiones”).
5.- Evitar los xenobióticos o productos químicos y
organismos producidos artificialmente que resultan extraños para los sistemas
naturales.
6.- Respetar la diversidad como signo de riqueza y
garantía de seguridad en un mundo cambiante: singularidades regionales,
culturales, materiales y ecológicas de los lugares.
Sus últimas declaraciones ante la crisis energética producida por la
guerra de Ucrania, la negativa rusa al abastecimiento europeo de gas y las
recuperaciones de viejas centrales de carbón por parte de Alemania, quedan
recogidas en esta frase: “Para evitar escenarios climáticos
infernales no hay otra vía que el empobrecimiento energético con igualdad
social (en plazos muy cortos). Algo que, por desgracia, no está política y
culturalmente a nuestro alcance”.
§ Decrecimiento asumido. El economista francés Serge Latouche es también licenciado en Ciencias
Políticas y doctor en Filosofía y se define como objetor del actual modelo de
crecimiento económico, manteniendo que este modelo es insostenible y hay que
frenarlo y decrecer. Para ello propone el modelo de Decrecimiento Asumido y
Sereno en su texto Pequeño tratado del decrecimiento sereno (Ed. Icaria, 2010).
Siguiendo las huellas de Ivan Illich, Marcel Mauss y otros economistas y
epistemólogos, critica el propio concepto de desarrollo y las nociones de
racionalidad y eficiencia económica. Porque el abordaje de los problemas de un
planeta al borde del colapso por hiperconsumo exige un cambio de paradigma que
desemboque en la creación de un nuevo enfoque que, frente a la expansión
ilimitada, se replantee los propios conceptos de bienestar y de riqueza. De ahí
surge su propuesta de decrecimiento
asumido y sereno que supone una transición voluntaria, suave y equitativa
hacia un régimen de menor producción y consumo y debe distinguirse de depresión
(o decrecimiento no planificado, con
deterioro de las condiciones sociales, en el marco de un régimen de
crecimiento).
Esta propuesta, difundida y debatida entre nosotros por Francisco
Fernández Buey, Joaquín Sempere, Carlos Taibo, Joan Martínez-Alier y otros, plantea la necesidad de construir
formas de vida basadas en las relaciones sociales, la cercanía, la austeridad,
la vida en común y la ralentización del tiempo.
4.- Sólo queda la esperanza en
pequeños avances: El reconocimiento de nuestras antorchas en la noche.
Ante el actual panorama de crisis, de injusticias y de decadencia
generalizada no tienen cabida el optimismo ingenuo ni el pesimismo nihilista.
Sólo caben el conocimiento riguroso y compartido y la esperanza ante pequeños y
comprometidos avances, que produzcan emergencias
y/o induzcan una metamorfosis.
Resulta especialmente interesante el paralelismo en estos planteamientos
de tres grandes pensadores contemporáneos y actuales: Ernest Bloch, Edgar Morin
y Boaventura de Sousa Santos:
-
“A partir de Marx… la filosofía
tendrá que tener conciencia moral del mañana, tomar partido por el futuro,
saber de la esperanza, o no tendrá ya saber ninguno… porque lo querido
radicalmente por el hombre no se ha logrado en ningún sitio, pero tampoco ha
fracasado en ningún sitio… La esperanza es
el tema fundamental de una filosofía que permanece y es -porque está
haciéndose- la patria que todavía no ha llegado a ser, todavía no alcanzada,
tal como se va formando y surgiendo en la lucha dialéctico-materialista de lo
nuevo con lo viejo” (BLOCH, E. El
principio esperanza. Ed. Trotta, 1959, ed. española 2004, p.30)
-
“Si llega a existir una nueva sociedad-mundo,
esta será el producto de una metamorfosis, ya que se convertirá en una
sociedad de tipo nuevo y no en una reproducción gigantesca de nuestros actuales
estados nacionales. Esto es, sin duda, improbable, pero toda mi vida he
esperado lo improbable y, a veces, mi esperanza se ha visto satisfecha. Nuestra
esperanza es una antorcha en la noche: no hay luz deslumbrante, no hay más que
antorchas en la noche” (MORIN, E., ¿Hacia el abismo? Globalización en el siglo XXI, Ed.
Paidós, 2010, p.41)
-
Hay una matriz cultural
fundadora que es totalizadora y antidicotómica, porque abarca una multiplicidad
de mundos (terrenos y ultraterrenos) y de tiempos (cíclicos, lineales,
simultáneos)… Pero occidente ha asumido una matriz metonímica y proléptica,
que favorece la expansión del
capitalismo: los mundos se reducen al mundo terreno (objeto de explotación)
y los tiempos al tiempo lineal (el de la producción, que encoje el presente y
alarga el futuro)… Otro mundo será
posible si -en las pequeñas
experiencias- se va caminado poco a poco del ‘todo o nada’ dicotómico al
‘todavía no’ esperanzador, que hace emerger ausencias” (SOUSA SANTOS, B.de, El milenio huérfano. Ensayos para una nueva
cultura política. Ed. Trotta, 2005,
p.157)
En este último texto, Sousa Santos efectúa una propuesta de acción alternativa
de desarrollo futuro basada en lógicas diferentes que, por medio de una tarea
que denomina traducción, vayan haciendo aflorar las ausencias que el propio
sistema productivo triunfante tiende a provocar.
A la interpretación de la realidad desde la razón metonímica y la
dicotomía jerárquica que conducen:
-
A unas lógicas basadas en el rigor, sobrevalorando
lo científico y produciendo la inexistencia de lo ignorante, hay que oponer
unas lógicas basadas en la ecología de
los saberes, lo que significa la
promoción de la confrontación y el diálogo entre los distintos saberes y primar
la credibilidad contextual, entendiendo que no hay saberes ni ignorancias
generales.
-
A unas lógicas que se basan en el tiempo lineal,
sobrevalorando lo avanzado y produciendo la inexistencia de lo atrasado, hay
que oponer unas lógicas basadas en la ecología
de las temporalidades, cuya consideración de otras formas temporales como
la cíclica o la estacional irá conduciendo a la no confusión de desarrollo con
crecimiento, progreso, precipitación o velocidad y a la valoración del compás
sobre el mero ritmo.
-
A unas lógicas basadas en la valoración social, que
sobrevaloran lo superior y esconden lo inferior, hay que oponer unas lógicas
basadas en la ecología de los
reconocimientos que genere una nueva articulación de los principios de
igualdad y diferencia, hacia las diferencias iguales entre hombre/mujer,
blanco/negro, mayoría/minoría.
-
A unas lógicas que se basan en la escala dominante,
sobrevalorando lo global sobre lo particular o local, hay que oponer unas
lógicas basadas en la ecología de las
transescalas, que, en unos contextos globales, recupera lo singular, lo
propio, poco o nada afectado por la globalización.
-
A unas lógicas basadas en el productivismo, que
sobrevaloran lo productivo y ocultan lo improductivo, hay que oponer unas
lógicas basadas en la ecología de las
productividades, que apuesta por sistemas alternativos de producción que
vayan restableciendo mecanismos de redistribución mediante economías populares,
cooperativas, autogestionadas, solidarias y de los cuidados.
Y a una interpretación de la realidad desde una razón proléptica que, a partir de una concepción lineal del tiempo, contrae el presente y expande un futuro inexistente, hay que responder con la propuesta alternativa de la Sociología de las emergencias, que tiende a contraer el futuro observando las posibilidades plurales y concretas en el presente mediante señales de esperanza (Del drástico sí/no al todavía no… pero… de E. Bloch). Para ello se necesita un trabajo de traducción que permita el reconocimiento y aprovechamiento de experiencias y prácticas transformadoras.