Antonio Aguilera
15 de marzo de 2024
El negacionismo climático
está dando sus últimos coletazos. Siempre peligrosos. Apenas son un puñado los
que se aferran a la negación de la obviedad, algunos por llenar el bolsillo
propio, otros por una visceralidad venenosa. Estamos en una realidad innegable:
la acción humana ha alterado los biorritmos terrestres, la capacidad que nos ha
dado la ciencia y la tecnología ha hecho que hayamos cambiado el funcionamiento
del mundo, hayamos entrado en una nueva etapa geológica, la del Antropoceno. Sólo queda por desvelar si
seremos capaces de gestionarla y encontrar vías que permitan un mejor futuro
para las generaciones venideras, o demos la razón a los que se colocan en el
otro extremo del diagnóstico, y colapsemos.
Asistimos hoy a un
crecimiento de propuestas políticas populistas, mediáticas, cortoplacistas, que
enfocan los problemas con lemas, pero sin soluciones, culpando pero sin asumir
responsabilidades. Es más que probable, según el investigador Àkos Szegöfi, que
los populistas climáticos del futuro cercano resulten ser los mismos políticos
y expertos que hoy se presentan como los más ardientes negadores del cambio
climático antropogénico.
Tesis políticas que replicarán pautas y modelos, apoyándose en teorías conspiranóicas, que se apoyarán en las redes sociales, que como señala el sociólogo Chris Bail funcionan más como un prisma que empodera a los extremistas que buscan estatus, pues el grupo de correligionarios se retroalimenta y buscarán los resortes para quedar atrapados en la paradoja del gatopardismo: lograr tener una situación de control de la situación y una tranquilizadora justificación para no cambiar los estilos de vida de la clase más privilegiada mientras el mundo, allá fuera, camina hacia el desastre. Ya tenemos estas situaciones interesadas entre nosotros, muestras evidentes son el greenwashing, con el que las empresas calman nuestras conciencias pero nos animan a seguir consumiendo, con la transición hacia las energías renovables, que nos invitan a necesitar cada día más kilovatios por persona. Está entre nosotros con propuestas tecnológicas supuestamente salvadoras que apelan a la huida hacia adelante, como quieren hacernos ahora creer con la supuesta tabla salvadora del hidrógeno verde.
La evidencia de lo que
Martín Seligman ha llamado la impotencia
aprendida, la sensación colectiva de que algo no funciona, la vemos a
diario en la televisión y en el cine. Si hace unas décadas el fin del mundo se
explicaba por la llegada de extraterrestres invasores, hoy el mal nace entre
nosotros en forma de tsunamis, virus, o apagones eléctricos que nos convierten
en zombis comedores de hombres. En el siglo XXI hemos entendido que no hace
falta que venga nadie de otra galaxia para aniquilarnos, podemos hacerlo por
nosotros mismos.
Es poco probable que ese
descomunal desastre nos aplaste de repente. Es un proceso lento y a veces
silencioso, como la desaparición de las abejas, cuya falta acabará aflorando
(valga el verbo) por donde menos podamos asociar la causa – efecto. Otras veces
es más doloroso para algunas regiones o colectivos cuyos miembros, afectados,
dolidos, desplazados, abrazan cualquier explicación populista para tener alguien
a quien odiar, como está ocurriendo en estas semanas con el sector agrario y el
Pacto Verde Europeo. Porque nada tiene que ver un diagnóstico en el que se
reconozca que hay áreas de mejora con culpar justo a quien está sosteniendo el
sistema.
Quien más beneficiado sale
de las hipótesis conspiratorias y los populismos políticos son sus propios
promotores, logrando que mucha gente sea capaz de apoyar y votar cuestiones que
van en contra de sus propios intereses. Porque logran anular el efecto de la
necesidad de conocer las explicaciones, ni siquiera entender cómo se ha llegado
a la hipótesis, lo importante es que los seguidores de la hipótesis conspiranóica
estén de acuerdo en el por qué, que siempre es lo mismo: porque alguien
poderoso creó intencionadamente algo malo para perjudicar al colectivo.
Creyendo esto, se logra que, por ejemplo, una catástrofe ecológica, social,
económica se vuelva controlable, basta con anular, eliminar, (matar), al
causante. Tenemos un ejemplo cercano y actual de esto, Juan Ignacio Zoido,
eurodiputado, para acabar con la sequía en España, propone una red de
interconexión hídrica europea.
No podemos esperar que el
populismo climático forme una ideología o visión del mundo coherente, aparte de
enfrentar de forma sistemática al pueblo contra una élite maligna. Según Àkos
Zsegöfi, su objetivo será el de tomar el poder en elecciones democráticas
aprovechando las preocupaciones de la población respecto a un entorno cambiante
e impredecible. El populismo climático buscará este objetivo sin ofrecer
soluciones a largo plazo y sin asumir responsabilidades, al contrario, buscaría
ofrecer a sus votantes la justificación para que no se sientan presionados a
cambiar sus estilos de vida o sus hábitos de consumo. Es probable que adopten
un mantra falso pero eficaz a la hora de ganar adeptos: “Otros necesitan
cambiar, pero nosotros no”, porque apostar por la responsabilidad colectiva no
da votos, no vamos a votar a quien nos riña sino a quien justifica los
caprichos.
Poner diques a este
escenario cainita pasa por construir propuestas sensatas, ilusionantes. Pasa
por considerar que el neoliberalismo social que nos ha llevado a un
individualismo y cortoplacismo corrosivo va de paso. Pasa por apelar al afán de
superación de las personas, que colectivamente es el progreso de los pueblos y
las sociedades.
Para frenar el populismo
climático que viene de poco va a servir, al contrario, son contraproducentes,
los discursos colapsistas. Dijo Walter Benjamin que no ha habido época que no
haya creído encontrarse ante un abismo inminente. Por eso cada civilización ha
tenido su Nostradamus. Cierto es que nunca como hasta ahora hemos tenido tanto
poder, nunca como hasta ahora hemos tenido una civilización global. Y el tiempo
es la maldición de nuestra generación. Nunca estará de nuestro lado. Siempre
corre en contra, y eso, a muchos, nos acojona, por eso para sectores del
ecologismo el futuro no produce ilusión sino terror. Hoy, la mayor parte de la
conciencia ecologista tiene un pie puesto en el miedo, el otro hay que ponerlo
en la esperanza.
Porque caer en esa trampa,
rendirse, no es una opción. Tenemos que escribir la historia con el lápiz de
las pequeñas transformaciones cotidianas, no con el trazo grueso de las
grandilocuencias ideológicas.
Y alinear factores, porque
en este mundo completo todo importa: No podemos permitir, por ejemplo, el
greenwashing de las grandes corporaciones, es necesario combatirlo con firmeza
a diario con una compra y consumo consciente. No podemos permitir que se
pierdan logros sociales que costaron años conseguir, no callemos. Sobre todo,
no nos podemos permitir el lujo, y estamos en fecha crucial para ello, de que la
propuesta social y ambiental de la Unión Europea, la más avanzada del mundo, la
que pilota el mundo hacia una transición ecológica justa y social, repliegue
sus objetivos; al contrario, revisémoslos, reafirmémoslos porque, por
vanguardistas, están siendo El Pacto Verde Europeo, la Agenda Verde Europea, la
primera diana de esos populismos climáticos cuyo objetivo último es dinamitar
el espacio de progreso común que es hoy la Unión Europea, del que Andalucía y
España, ciertamente, son grandes beneficiados.
Se acerca una convocatoria
electoral europea crucial. El próximo ciclo va a ser determinante. Dejar que
opciones políticas anti europeístas tengan presencia institucional relevante
resultaría lesivo, destructivo. Ya lo estamos comprobando en otros niveles
competenciales.
Las formas que adoptan los
problemas derivados de las fallas del sistema pueden ser las más imprevisibles.
Está constatado que muchas de las guerras actuales son consecuencia de las
luchas por acceder a los recursos naturales, a las fuentes de energía, a los
alimentos. Los conflictos fratricidas en países ricos en recursos naturales,
las hambrunas derivadas de las inestabilidades climáticas, la causa de
migraciones masivas, Naciones Unidas ya ha reconocido la figura de los
refugiados climáticos. Todas esas cuestiones que percibimos en la Unión Europea
como amenazas no son más, al fin y al cabo, que derivadas de un sistema
insaciable al que hay que hacer virar. Llámesele decrecentismo o simplemente
sensatez, cordura, solidaridad, responsabilidad.
En toda esta vorágine existe
una máxima para encontrar soluciones: darnos por aludidos. Reconocer que
formamos parte del sistema y que por tanto nuestra contribución al mismo lo
mejora o lo empeora. Entender que el desapego de la sociedad a las
instituciones públicas no es más que la estrategia del avestruz, que puede
servir para vivir más plácidamente mientras no peligre el estatus, pero que no
resuelve el problema, al contrario, lo empeora.
Hasta hace muy pocos años, la sociedad mostraba su opinión saliendo a las calles, hoy lo hace sintonizando canales y con sus opciones de compra, realizadas demasiadas veces en automático, sin plantearse, más allá de las repercusiones personales (precio, rapidez del servicio) qué pudiera implicar haber tomado otra opción. Tenemos que hacerlo, es imprescindible que lo hagamos. Que actuemos conscientemente. Cada vez.
La olla planetaria está al fuego, se calienta. En sentido figurado y en sentido estricto. Algunos, como el cercano populismo climático, quieren avivar el fuego, y nosotros, como la rana que habían echado en la olla con el agua fría, seguiremos nadando plácidamente y cuando empecemos a pensar que una opción es saltar, será demasiado tarde. La única solución es sofocar las llamas.