Leandro del Moral Ituarte
10 de diciembre de 2024
Las catastróficas precipitaciones, producto de lo que antes llamábamos “gota fría” y ya hemos aprendido a denominar DANA, de hace unas semanas se han convertido en un hito histórico en España, en Europa y a escala global. Han acaecido después de las catástrofes de Derna, en el este de Libia, y de Tesalia, en el centro de Grecia, en septiembre de 2023, ambas de magnitud, como la de Valencia, inusitada. No son fenómenos desconocidos, sino, como todos sabemos, eventos característicos del clima mediterráneo y de otros tipos climáticos, en los que las precipitaciones, muy irregulares, se concentran en cortos espacios de tiempo. Por eso, no es correcto hablar de fenómenos “causados por el cambio climático”, lo que provoca la obvia -negacionista o retardista- respuesta de que ya ocurrió lo mismo en tal o cual año anterior, facilitándose de esta manera una torpe y dicotómica confrontación entre “cambio climático sí, cambio climático no”.
Lo fundamental no es la “causalidad”, concepto que, referido a este y en general a todos los fenómenos complejos, se debe dosificar y utilizar con la mayor prudencia posible. Lo significativo es la relación y la coherencia del evento con el aumento de la intensidad, frecuencia, carácter errático y desestacionalización de los fenómenos extremos, que los estudios cada vez de mayor rigor y precisión del Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC) vienen anunciando desde hace tres décadas. Entre ellos, las olas de calor, la elevación de las temperaturas medias y, en particular, la del mar son de especial relevancia para la propia génesis del desastre actual y el avance del debate y la conciencia social sobre el problema.
Al analizar fenómenos de “riesgo”, como ya es de dominio público, al evento capaz de generar daño que en cada caso se trate (inundación, sequía, temperaturas extremas) hay que incorporar la vulnerabilidad (características propias de los diferentes afectados que los hacen más susceptible a sufrir un daño) y la exposición (localización que hace al afectado más propenso al daño, especialmente por no estar adecuadamente protegido). El riesgo es producto de la combinación de todos los factores implicados: las características socioeconómicas y demográficas del territorio afectado, la extensión y el modelo de urbanización, la tipología de la edificación, las infraestructuras, incluidas de manera especial las obras hidráulicas; todos estos factores definen diferentes niveles de vulnerabilidad y exposición y, con ello, la diferente magnitud y distribución de los impactos, modulados por los sistemas de alerta temprana y de respuesta a la emergencia.
Fuente: Quinto Informe de Evaluación del IPCC: Cambio climático 2013-2014
Este ha sido el primer mensaje de la reciente declaración de la Mesa Social del Agua de Andalucía (La Mesa Social del Agua de Andalucía ante los dramáticos efectos de la DANA y el mantenimiento de los impactos de la sequía | Red Andaluza del agua). La gestión de las avenidas necesita un cambio de rumbo en los modelos de ocupación y utilización del territorio en línea con el propio marco legal europeo, estatal y autonómico, que incluye aplicación rigurosa de cartografía y planes de gestión del riesgo de inundación. Disponer de un plan de actuación municipal ante el riesgo de inundaciones constituye una herramienta imprescindible, vital para la prevención y respuesta eficaz ante este tipo de fenómenos. Entre las medidas de adaptación habrá que eliminar viviendas, construcciones e infraestructuras en zonas de alto riesgo de inundación, desarrollar medidas de retención de agua en los espacios agrarios e implantar sistemas de drenaje sostenible (SUDS) en las ciudades. La gravedad de las inundaciones también está relacionada con la pérdida de suelos, que debe paliarse mediante sistemas de cultivo adaptados al terreno y con planes de mantenimiento y recuperación de masas forestales, sobre todo en zonas litorales especialmente vulnerables. Será una tarea difícil, de largo plazo, que requiere participación y consenso de los afectados, pero ineludible si no queremos seguir aumentando los impactos de las inundaciones.
También en el tema de las infraestructuras hidráulicas hay que evitar dicotomías simplistas. La inundación de Valencia es y seguirá siendo durante mucho tiempo un laboratorio de experiencias y debates sobre esta materia. El Plan Sur, el gran canal que deriva el río Turia, rodeando la ciudad de Valencia por el sur y dejando en seco el antiguo cauce, transportó 2.000 m3/segundo el 29 de octubre, evitando una situación peligrosa para la ciudad. Esa infraestructura ha puesto de manifiesto, al mismo tiempo, un grave inconveniente: ha aumentado, en un grado aún por definir, el nivel de inundación de la zona ahora inundada -el “sur del Plan Sur”- perfectamente delimitada por el muro de la margen derecha del gran canal. Otro aspecto clave del debate infraestructural se refiere a los embalses de laminación, sobre los que la experiencia de Valencia ha sido paradigmática: el embalse de Forata, en el río Magro, redujo las puntas de caudal en este cauce, pero estuvo en riesgo de colapsar (en eso centró su atención la Confederación Hidrográfica del Júcar la infausta tarde del 29 de octubre), lo que hubiera aumentado la catástrofe de manera incalculable.
El debate no es de contraposición dicotómica de visiones simplistas, sino de debate sobre alternativas estratégicas, en un marco de intensificación de los fenómenos extremos: en el caso de la trágicamente famosa rambla del Poio, incluso en la hipótesis de estar operativas todas las infraestructuras que durante décadas se han planteado para esta cuenca, la magnitud de la avenida (3.000 m3/segundo) hubiera sobrepasado hasta las más ambiciosas medidas de carácter infraestructural. Dicho de una manera sintética, llevamos varios siglos construyendo diques y muros, impermeabilizando suelos y ocupando llanuras de inundación; las consecuencias son diversas (nuestros territorios son inseparables de esos procesos), pero entre otros corolarios emerge uno claro: los impactos son cada vez más frecuentes y mayores. En este tema se expresa con especial claridad un debate de fondo, de dimensión civilizatoria, como pudo ser el Humanismo en el siglo XVI o la Ilustración en el siglo XVIII: el debate sobre el cambio de modelo de relación de los seres humanos con la naturaleza; una relación que desde la Mesa Social del Agua de Andalucía afirmamos que no se puede separar del debate sobre el cambio de relaciones entre los diferentes grupos sociales. Y esto es aplicable a la otra gran dimensión de los riesgos hidroclimáticos: las sequías.
Porque, efectivamente, las lluvias de otoño, pese a su carácter localmente torrencial, no han sido suficientes para resolver las situaciones de alerta por sequía en algunas zonas de Andalucía, especialmente en las Cuencas Mediterráneas. Es necesario no perder la perspectiva de que la sobreexplotación, que volverá a ponerse de manifiesto tras las lluvias, y el deterioro de la salud de los ríos, humedales y acuíferos están en la base de la profunda crisis estructural del agua en Andalucía. Hay que insistir en esta idea clave: Andalucía está sometida a una crisis de escasez, acentuada por lluvias irregulares, a veces torrenciales, y olas extraordinarias de calor, como consecuencia del cambio climático. La demanda de agua del conjunto de Andalucía, con grandes diferencias entre unas comarcas y otras, sobrepasa la disponibilidad del recurso actual. No podemos esperar a que episodios de lluvias extraordinarias vengan a aliviar la situación. Ante la indiscutible realidad de las perturbaciones climáticas y la larga experiencia de crisis hídrica acumulada hay que redefinir el modelo de gestión del agua en Andalucía.
El déficit es estructural, y se mantiene a duras penas, en muchos casos, por la sobreexplotación generalizada de aguas subterráneas. Es inaceptable que, salvo los acuíferos de Campo de Dalías y Doñana y alguna otra excepción, ninguna otra masa de agua subterránea esté declarada sobreexplotada de acuerdo con los planes hidrológicos vigentes que deben, entre otras cosas, ordenar y racionalizar el uso del agua sin poner en riesgo el mantenimiento de los ríos, humedales y acuíferos. Es necesario mejorar la gestión de los recursos subterráneos, para lo que es clave implicar a los usuarios a través del impulso de la gobernanza reforzada, con la creación de órganos de decisión, sobre la base de una mejora del conocimiento sobre la cantidad y calidad de las aguas subterráneas.
Todas las medidas de gestión del agua en relación con la protección del medio ambiente, los abastecimientos urbanos, el regadío o la gestión del riesgo de inundación se deben modular con criterios sociales, salvaguardando los derechos fundamentales de los sectores vulnerables y de manera significativa la supervivencia de la agricultura familiar, social y profesional. Hay que poner en marcha el escudo social necesario para hacer frente a los impactos tanto de sequías como de inundaciones en las condiciones vitales y laborales de la población trabajadora, afectada por la pérdida de empleos y el deterioro de sus condiciones de vida. No se puede olvidar el impacto sobre el propio derecho humano al abastecimiento (cortes de suministro, deterioro de la calidad) y saneamiento (destrucción de redes y depuradoras) como estamos viendo en muchos lugares, tanto por sequía como por inundaciones. Todo esto solo se podrá realizar desde una apuesta por una política fiscal que sostenga un sistema público capaz de prever y actuar eficazmente.
El
gran impacto producido por la tragedia de Valencia debe servir para impulsar la
idea de que las políticas territoriales necesitan más interacción, diálogo y
compromiso social. Hay que combatir la desinformación, no gobernar al margen
del conocimiento científico disponible. Hace falta reforzar el debate, la
información veraz, la necesaria labor pedagógica y la participación pública capaz de superar o reducir las
deficiencias y desequilibrios de poder en los procesos de toma de decisión y
gobernanza del territorio.