JOSE ANTONIO BOSCH
Abogado.
Hasta
el mes de julio del 2015, cuando una menor de 16 o 17 años alegaba de forma
fundada que solicitar el consentimiento a su padre o madre para interrumpir su
embarazo le provocaba un conflicto grave con posibilidad de violencia
intrafamiliar, amenazas, coacciones, malos tratos o la posibilidad de una
situación de desarraigo o desprotección, la ley permitía que se practicase la
interrupción del embarazo sin conocimiento ni consentimiento de sus
progenitores.
Con
los datos del Ministerio de Sanidad, en España no llegaban a cuatrocientas
jóvenes al año las que acudían a los centros acreditados de interrupción de
embarazo sin ser acompañadas por padre, madre o representante legal y, sin
embargo, en base a una supuesta protección de las menores se cambió la ley,
imponiendo desde entonces la necesidad de que el progenitor o responsable legal
consienta el aborto de las menores de dieciocho años.
Se
supone que cuando se modifica una norma es para mejorarla porque existe una
nueva realidad social que reclama la reforma, pero no cabe duda que esto es una
mera suposición y que son muchas las motivaciones que hay tras una reforma
legislativa y ni qué decir tiene que muchas más y no todas abiertamente
expresadas, cuando lo que se modifica es una ley de aborto con los votos de los
partidos de la derecha.
Así,
tras más de cuatro años desde la entrada en vigor la referida reforma, ya
podemos analizar los beneficios o desventajas del indicado cambio, que no hay
que olvidar afecta anualmente, aproximadamente, a cuatrocientas jóvenes.
Hace
unos meses los medios se hicieron eco de una tragedia; una pareja de
adolescentes, después de que la chica diera a luz en un hostal, el chico
procedió a tirar al bebe al río Besós, donde murió ahogado. Al parecer, la
menor había tratado de abortar, pero le dijeron que necesitaba la autorización
de sus padres, lo que la hizo desistir.
Estudios
recientes indican que hay menores que acuden a Internet en búsqueda de remedios
que les permitan abortar porque no son capaces de hablar con sus padres e
informarles de que están embarazadas, por miedo a que la reacción de sus padres
les cause un daño mayor que el riesgo a una interrupción voluntaria de embarazo
sin garantía sanitaria alguna.
La
ley cambió para, en palabras de su exposición de motivos, que la menor pudiera
contar “en un momento crucial y complicado de su vida, con la asistencia de
quienes ejercen su patria potestad”, pero lo que demuestra la cruda
realidad es que la menor, que entonces y ahora no puede contar con su padre o
con su madre, bien porque se desentienden, porque ni están ni se les espera, o
porque el temor fundado a represalias graves le empuja al prudente secreto o
por circunstancias similares, no va a dejar de abortar por ello sino que buscará
la forma de abortar despreciando el riesgo que supone interrumpir el embarazo al
margen de los centros sanitarios, o parirá, con resultados tan tristes como el
del rio Besós o tan dramáticos como es tener un hijo no deseado en plena
adolescencia.
No
había un problema, una necesidad social que justificase la modificación de la
norma y, sin embargo, su cambio sí ha producido problemas, además de dejar más
desprotegidas a las menores que decía se pretendía proteger. El hecho de que
una menor no pueda contar con sus padres, de que el miedo a comportamientos
violentos de éstos le impida la comunicación con ellos, no se arregla cambiando
la edad de consentimiento de la mujer, sino cambiando a los progenitores.
Lamentablemente, el cambio en los progenitores no se logra con una norma, sino
con educación. Esto es demasiado lento.
Soy
consciente de los enormes retos y problemas que tiene por delante el Gobierno
de España pero no por ello podemos olvidar que, año tras año, cuatrocientas
mujeres se enfrentan al hecho de que, a pesar de haber tomado la decisión de poner
fin a un embarazo no deseado, no tienen apoyo ni del sistema público de salud
ni de los servicios sociales y que las dos únicas opciones que les quedan son o
bien asumir el riesgo de pasar al enfrentamiento abierto con sus progenitores con
la posibilidad de violencia física o incluso de ser expulsadas del seno de la
familia o bien acudir al mercado clandestino asumiendo los riesgos que ello
conlleva para la salud.
Cuatrocientas
mujeres al año parecerán pocas o muchas en función de la sensibilidad y
conciencia de cada uno. A mi juicio son demasiadas como para ignorarlas, entre
otras razones porque coincide que, la casi totalidad de ellas, previo a sus
embarazos ya están en situación de gran vulnerabilidad por no decir en
situación de desprotección.
La
solución es bien fácil. Tan sólo requiere derogar la Ley Orgánica 11/2015 que
modificó la Ley del Aborto, devolviendo a su artículo 13 su redacción inicial.
Cuatrocientas mujeres al año agradecerán la modificación amén de que evitaremos
dramáticos sucesos como el del río Besós e impediremos el desarrollo de un mercado
clandestino del aborto con las graves consecuencias para la salud que este tipo
de mercado conlleva.