martes, 12 de mayo de 2020

RESPONSABILIDAD FISCAL ANTE UN NUEVO ESCENARIO




Francisco Casero Rodríguez, presidente de la Fundación Savia
Isabel de Haro Aramberri, economista, patrona de la Fundación Savia

6 de abril de 2020

En estos momentos en que exigimos una respuesta responsable y eficaz de toda la estructura estatal, podemos preguntarnos de que medios dispone esta para hacer frente a los desafíos que se afrontan. Los estados se financian a través de los impuestos, que son uno de los principales instrumentos propios de la soberanía estatal. Se pueden financiar también a través de la emisión de deuda, como los ciudadanos o las empresas, pero obviamente, como ellos, deben ser capaces de pagarla, y para ello descendiendo a nuestra realidad actual sólo disponemos de la voluntad de plantear impuestos y de la capacidad de recaudación.


Somos un país que tradicionalmente ha desconfiado del estado. Ha sido muy recientemente en nuestra historia, con la democracia, cuando hemos empezado a disfrutar de una organización estatal que asumía competencias y ofertaba servicios públicos de calidad. Y se acompañó, en esos primeros albores, de la construcción de una estructura estatal moderna, y por fin, de un nuevo marco fiscal con importantes novedades. Pero no se ha sabido (¡querido?) ir adaptándolo a las crecientes necesidades y particularidades productivas, y ya presenta muchos aspectos obsoletos. A ello se ha unido el discurso económico dominante que aboga por una “racionalización estatal” disminuyendo su peso en la economía y la consecuente reducción de los impuestos.

Es muy curioso que parte de este discurso y oleada liberalizadora provenga de países del norte, con una estructura fiscal mucho más potente que la nuestra y con una fuerte tradición de servicios públicos. Así, la recaudación por impuestos y cotizaciones sociales ascendió de media en la UE a un 40,3 % del PIB (Eurostat, datos 2018) mientras en España es del 35,4%, ocupando el lugar 18 entre los 28 de la UE. O sea que nuestro estado no posee (ni lo ha hecho en el tiempo) una capacidad de gasto comparable a la de otros países europeos, lo que obviamente explica carencias y desfases en nuestros servicios públicos, a pesar del enorme avance que hemos experimentado desde nuestra entrada en un régimen democrático. Los países con los porcentajes más elevados son Francia (48,4%), Bélgica (47,5%), Italia (42%) y Alemania (40,5%). A la cola se sitúa Irlanda con un 23%, con un marco fiscal que atrae a grandes corporaciones, lo que también hacen Holanda y Luxemburgo (aunque tienen porcentajes mas elevados por recaudación de otras figuras) con prácticas de dumping fiscal que irritan profundamente a sus socios europeos, ya que desvían hacia ellos recaudación nacional. También a escala europea hay insolidaridad fiscal y habrá que abordarla y corregirla: determinados países no están justificados para dar lecciones sobre “moralidad” en la actuación de otros estados.

Hay que destacar asimismo que no solo es importante la presión fiscal, el porcentaje de recaudación respecto al PIB, sino como se distribuye la carga fiscal entre las distintas figuras impositivas y como se van adaptando a las nuevas necesidades y prioridades sociales. La recaudación media en la UE (año 2016) en base a categorías impositivas fue un 34,8% por la imposición indirecta, un 34,1% por la directa y un 31,1% de las cotizaciones sociales. Existe una cierta heterogeneidad entre los países y destaca España por el mayor peso de las cotizaciones sociales (un 35,4%) y menor de la recaudación por imposición directa (31,4%).

Estos datos globales esconden muchos aspectos relevantes del análisis impositivo. En España reflejan la realidad de una economía sumergida más amplia que la media europea y de un correlativo fraude fiscal en determinadas figuras (entre ellas las relativas al consumo), así como las consecuencias de ciertas decisiones fiscales en los últimos años. La imposición directa se ha ido haciendo menos progresiva, tanto en el impuesto sobre la renta, como especialmente en el de sociedades, destacando también el trato muy favorable a rentas, así como a ingresos de capital muy elevados, justificándose en la competencia con otros países y con espacios fiscalmente opacos, muy activos en esta época de liberalización de flujos financieros.

La imposición sobre el consumo, la indirecta, que es generalista y no tiene en cuenta el nivel de renta, no ha integrado nuevas conductas y prioridades que conforman las pautas de una sociedad más moderna, alimentación sana con un peso cada vez mayor de productos ecológicos, bienes producidos de manera sostenible, consumo de proximidad, consumos moderados de determinados bienes públicos, etc.

Por otro lado los gravámenes sobre bienes patrimoniales son objeto de una competencia feroz entre autonomías y no responden a enfoques progresivos.

Toda esta evolución responde a una especie de mantra que se ha ido instalando en la sociedad española y que ha sido recogida en general por las formaciones políticas, ya de forma activa o permitiendo de facto una desregulación impositiva: “la situación ideal es de la menor imposición posible”.

Pero el famoso mantra no consigue responder a una obviedad: entonces ¿cómo se financia la estructura estatal?

La provisión de bienes públicos no es inmediata, como estamos comprobando con sufrimiento en estos días. La inversión pública mantenida en el tiempo con un buen sistema impositivo es la que sostiene la calidad de los servicios públicos y su capacidad de reacción ante retos específicos.

Es absolutamente cierto que nuestro sistema fiscal necesita una reforma en profundidad y que hay que poner freno a comportamientos muy poco solidarios, entre personas, territorios y países, pero hay que ser muy conscientes que una hacienda robusta y efectiva es un instrumento muy poderoso de solidaridad, seguridad y capacidad de acción.

Se lo debemos a los que se están arriesgando por nosotros.