Rosario Granado
2 de febrero de 2021
El día cinco de febrero del año 2003,
Colin Powel aparecía con un botecito en la mano ante el Consejo de Seguridad de
las Naciones Unidas y ante millones de telespectadores de todo el mundo
para afirmar que tenía pruebas de la existencia de armas de
destrucción masiva en Iraq. A Iraq se le había acusado de tener armas nucleares
y químicas. Los inspectores enviados por la ONU no encontraban nada, pero
seguían recorriendo el país, una y otra vez, empeñados en encontrar alguna prueba
por minúscula e irrelevante que fuera. Sobre un mes después, el siete de marzo,
volvía Powel en nueva comparecencia informativa a intentar persuadir al Consejo
de Seguridad sin conseguirlo, pero la guerra ya estaba decidida desde hacía
mucho tiempo y la invasión y la destrucción de Iraq empezaron aquel fatídico 19
de marzo. Posteriormente se vio que todo había sido un engaño y que Iraq no
tenía esas armas. Pero ya daba igual, porque el trabajo ya estaba hecho.
La verdad era que en Oriente Medio sí que había
armas de destrucción masiva, muchas, y muy fáciles de encontrar. Estaban en
Israel, pero los inspectores nunca irían por allí. De este tema informaba
la BBC por estas mismas fechas en un documental que nos contaba la historia de
Vanunu y los secretos nucleares de Israel, “Israel's Secret Weapon”. El régimen
israelí lo negaba a pesar de que en 1968 un documento de la CIA recogía la
información de que había comenzado a producir armas nucleares. Pero fue Vanunu
quien reveló en el año 1986 al diario británico “The Sunday Times” que Israel
poseía un programa secreto de estas armas: “Mi trabajo en Dimona consistía en
producir elementos radiactivos para la fabricación de bombas atómicas”.
Mordejai Vanunu había nacido en Marraquesh en 1954. Con su familia llegó a Israel en 1963. Tras sus estudios trabajó como técnico en el Centro de Investigación Nuclear del Neguev hasta 1985. En este año, por coherencia con sus principios y preocupado por un futuro nuclear para Oriente y para la humanidad, tomó la determinación de dar a conocer las armas secretas de Israel. En el año 1986 dejó de ser judío y se convirtió al cristianismo. En septiembre de este año fue secuestrado por agentes del Mossad en Roma, llevado a Israel, juzgado en el aislamiento más absoluto, en secreto, y condenado a 18 años de cárcel. Durante todo su encierro fue torturado física y psicológicamente; once años estuvo en aislamiento total, con vigilancia con cámara en la celda, con la luz encendida durante tres años, con golpes constantes para impedirle el sueño... Pero él nunca se sometió, fue puesto en libertad en 2004 al cumplir la condena: “Mi objetivo era sobrevivir ¡Y lo logré!”.
El régimen israelí le sigue haciendo la
vida imposible, no puede salir de Israel como es su deseo, no puede tener
contactos con extranjeros, ni acceso a internet, ha sido detenido en varias
ocasiones por comandos que traspasan los muros de la Iglesia anglicana en
Jerusalén Este, donde está acogido por el obispo palestino Alí Kazak. Pero este
hombre, de una fortaleza y una integridad admirables, sigue denunciando el
peligro de las armas nucleares.
Sin duda que la fabricación de armas
nucleares es un sinsentido y una inmoralidad. Las potencias nucleares tienen
armas suficientes como para destruir el Planeta muchas veces. Sabemos el riesgo
que se corre. Riesgo por accidente, por un supuesto uso limitado que pueda
pasar a una escalada sin control, por estar en manos de mandatarios sin
conciencia capaces de dar la orden en un momento de tensión. Riesgo mayor
teniendo en cuenta la crisis global que estamos viviendo, con la emergencia
económica de China y la decadencia de EEUU, que con su política belicista se
resiste a dejar la supremacía absoluta. Estamos viviendo situaciones muy
similares a las que motivaron las guerras mundiales y la guerra fría.
El desarme nuclear es necesario. El
antiguo Tratado de No Proliferación Nuclear impulsado por las potencias
nucleares (EEUU, URSS-Rusia, Francia, Gran Bretaña, China) ha sido un fracaso;
las mismas potencias que lo impulsaron no lo han cumplido y han ayudado además
al desarrollo nuclear de nuevos países, como son Israel, India, Pakistán y
Corea del Norte.
Por esto se puso en marcha la Campaña
Internacional por la Abolición de las Armas Nucleares (ICAN) que tras años de
trabajo y negociaciones, con un papel importante de la sociedad civil,
consiguió que las Naciones Unidas aprobaran en 2017 el Tratado de Prohibición
de las Armas Nucleares, tratado que entró en vigor el pasado 22 de enero. En
este proceso la presión de EEUU ha sido enorme, exigiendo el voto negativo
especialmente a los países de la OTAN, varios de ellos con armas nucleares
estadounidenses en su territorio, como son Turquía, Alemania, Italia, Bélgica,
y Holanda.
Hoy podemos alegrarnos porque por fin las
Naciones Unidas han prohibido las armas nucleares 75 años después de que
Estados Unidos lanzara las bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki. El
Tratado obliga a no desarrollar, ensayar, fabricar, adquirir, poseer,
transferir, almacenar, alojar, amenazar con su uso o usar armas nucleares. No
permite el emplazamiento, la instalación o el despliegue de armas nucleares u
otros dispositivos nucleares en su territorio o en cualquier lugar bajo su
jurisdicción. Ninguna potencia nuclear, por supuesto, ha firmado ni
ratificado nada.
Pero qué valor puede tener un tratado
sobre estas armas en el que no están las potencias nucleares. Se acusa muchas
veces, y con razón, de farsa legal a las leyes que no se aplican en la
práctica, pero es verdad que gran parte de la potencialidad de las leyes está
en su enraizamiento en las conciencias y en su conquista de la opinión pública.
Así, la percepción de la bomba atómica como ilegalidad (y no digamos de su uso)
es un gran avance no sólo moral. El nuevo tratado “estigmatiza” a las potencias
que la poseen, su imagen de “legalidad” queda en entredicho y pasan a ser
implícitamente “delictivas”. De ahí el silencio informativo sobre el tema, el
miedo al debate público. Si los países europeos, a parte de Francia e
Inglaterra que son potencias nucleares, se adhirieran al tratado, permitirían
concebir la posibilidad real de un desarme nuclear, la esperanza de un mundo
desembarazado por fin del «equilibrio del terror», del miedo a la destrucción
de la humanidad, de la distopía de una guerra mundial nuclear.
Por eso es importante el tratado aprobado
recientemente por la Asamblea general de la ONU, por eso esta noticia, que
alienta grandes esperanzas de paz para el mundo, ha pasado casi desapercibida
por el silencio vergonzante de los medios de comunicación. Porque pone en
cuestión la inmoralidad de las amenazas de guerra que estamos viviendo, de los
miles de millones de euros gastados y que se gastarán en mantener y modernizar
un arsenal que es un peligro para la humanidad.
Y son estas las razones por las que España
puede y debe firmar y ratificar el tratado de prohibición de armas nucleares,
por las que debe alinearse con las Naciones Unidas, unirse a los 122 países ya
alineados con la causa de la humanidad, a no comprometer su soberanía
permitiendo el despliegue de misiles con cabeza nuclear en nuestra tierra, por
las que debe salirse de la OTAN donde nunca debiéramos haber entrado, donde no
tenemos nada que decir ni que hacer, nada que responda a nuestros propios
intereses.