Rafael Polo
8 de marzo de 2022
Entre la variedad de áreas culturales que existen en nuestro planeta parece que se van estructurando dos ejes que, paulatinamente, van articulándolas. El más antiguo de ellos, surgido en la Era de los Descubrimientos Geográficos (siglos XV y XVI) es el que podemos llamar “Eje Atlántico” u “Occidental”, que fue liderado al principio por los pueblos ibéricos y hoy lo está por la coalición anglosajona.
Después empezó a formarse un “Eje de la Resistencia” en Asia Oriental frente al primero, que en los últimos siglos ha ido ganando potencia y en estos momentos está pasando a la ofensiva. Dentro de cada uno de ellos hay diversos grupos que rivalizan por el liderazgo dentro del mismo. Pero en lontananza se perfila un enfrentamiento estratégico entre ambos núcleos de poder que tiene por delante un horizonte de despliegue bastante largo.
Entre esos ejes rivales se dibuja ya una línea del frente que pasa por Europa Oriental, Próximo Oriente y África. Y se puede estar formando una segunda en el Océano Pacífico.
En 1972 se publica el libro “Los límites del crecimiento”, que establece las líneas maestras de un nuevo paradigma social que parte de la convicción de que los recursos son limitados y de que hay que frenar el crecimiento demográfico y económico en nuestro planeta.
En realidad este libro viene a establecer las bases teóricas de una involución política y social de ámbito planetario que marca un punto de inflexión con respecto a las dinámicas expansivas de la postguerra.Vimos cómo, en economía, el paradigma keynesiano (claramente expansivo) fue sustituido por el neoliberal (involutivo), como el grifo de la energía se cerró en 1973 (provocando la crisis del petróleo), como cuando algunos gobiernos europeos reaccionaron potenciando la construcción de centrales nucleares (el caso alemán) aparecieron poderosos movimientos contra esto que, sorprendentemente, encontraron un importante eco en la prensa del Sistema (eco que no tuvieron antes de esas fechas ni después, cuando las tecnologías verdes ya estaban maduras), cuando la energía nuclear era la única alternativa viable que podía incrementar masivamente la producción de energía eléctrica a cuatro o cinco años vista, rompiendo así la dependencia con respecto a los combustibles fósiles.
El 17 de enero de 1961, el presidente saliente norteamericano Dwight Eisenhower, que iba a transferir el mando, tres días después, al entrante John F. Kennedy, se dirigió por televisión a la nación americana en su discurso de despedida. En él dijo algunas cosas interesantes:
“En los consejos de gobierno, debemos protegernos de la adquisición de influencia injustificada, deseada o no, por parte del complejo militar-industrial. El potencial de un desastroso incremento de poder fuera de lugar existe y persistirá. No debemos dejar que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades o procesos democráticos. No debemos dar nada por sentado. Sólo una ciudadanía alerta y bien informada puede compeler la combinación adecuada de la gigantesca maquinaria de defensa industrial y militar con nuestros métodos y objetivos pacíficos, de modo tal que seguridad y libertad puedan prosperar juntas.”
Es curioso que estas palabras salieran de la boca de un ex-general, el héroe de guerra que había dirigido nada menos que el Desembarco de Normandía. El 22 de noviembre de 1963 (dos años y medio después) su sucesor (John F. Kennedy) sería asesinado. El 6 de junio de 1968 veremos correr esa misma suerte al hermano de éste (Robert F. Kennedy), el candidato a la presidencia de los Estados Unidos mejor situado en las encuestas en ese momento y que pretendía continuar el trabajo que el primer Kennedy había empezado. En esos mismos años veríamos caer bajo las balas asesinas a varios defensores de los derechos civiles (Martin Luther King en 1968, Malcolm X en 1965...).
Vimos también desaparecer de la escena política de manera violenta a Salvador Allende (1973), Gamal Abdel Nasser (1970), y proliferar golpes de estado y guerras civiles por todo el mundo. En 1973 los representantes de los países de la OPEP se reúnen y deciden subir el precio del barril de petróleo: la gasolina súper se vendía entonces en las gasolineras españolas a 11 pesetas el litro. En septiembre de 1979, justo seis años después, a 94, imagínese el impacto tan brutal que estas subidas tuvieron en la economía. Lo curioso es que Estados Unidos, que se suponía que –como país- quedaba en el bando de los consumidores de combustibles fósiles, es decir, en el de los perjudicados por todas estas medidas, no movió un solo dedo para impedir que un comité formado por un puñado de individuos, la mayor parte de ellos “amigos”, como los jefes de estado de Arabia Saudí, Kuwait o el Irán del Sha, desencadenaran la crisis económica más brutal que el mundo había conocido desde 1929. También es curioso que los precios del petróleo empezaran a bajar coincidiendo con la llegada al poder de Margaret Thatcher en el Reino Unido y un poco antes de que Ronald Reagan hiciera lo propio en Estados Unidos. Es decir, coincidiendo con la llegada al poder en diversos países occidentales de gobiernos que llevaban en sus respectivos programas la implantación de las recetas económicas neoliberales.
Hay una persona que, durante esa coyuntura crucial en la Historia de la Humanidad, estaba moviéndose muy cerca de todos los comités en los que se estuvieron tomando la mayor parte de las decisiones que hemos citado en los últimos párrafos, interactuando con todos los que tuvieron alguna responsabilidad en la implementación de tales medidas: Se trata, nada menos, que del famoso Henry Kissinger, el Metternich de la segunda mitad del siglo XX[1], Secretario de Estado norteamericano entre 1973 y 1977, Consejero de Seguridad Nacional del presidente Richard Nixon entre 1969 y 1975.
Cuando
Kissinger se incorporó al gobierno de Richard Nixon (enero de 1969), ya
acumulaba un gran bagaje tanto administrativo como político: perteneció a los
servicios de inteligencia del ejército americano en Europa desde 1943, fue
profesor en la Escuela de Inteligencia del Comando Europeo desde 1946, afiliado
al Partido Republicano:
“En 1955, se convierte en Asesor del Consejo Nacional de Seguridad y de la Junta de Coordinación de Operaciones de Seguridad. En 1955 y 1956, fue también Director de Estudio en las Armas Nucleares y la política exterior en el Consejo de Relaciones Exteriores. Publicó su libro de las armas nucleares y la política exterior al año siguiente. De 1956 a 1958 trabajó como director de su Proyecto de Estudios Especiales avalado por la Rockefeller Brothers Fundation. Fue Director del programa de estudios de defensa de Harvard entre 1958 y 1971. También fue Director del seminario internacional de Harvard entre 1951 y 1971. Fuera de la academia, se desempeñó como consultor de varios organismos del Gobierno, incluyendo la Oficina de Investigación de Operaciones, el Control de armas y desarme y el Departamento de Estado y la Corporación RAND, una compañía de desarrollo industrial, tecnológico y armamentístico.”[2]
Es
conocida la fuerte vinculación biográfica entre Kissinger y David
Rockefeller, personaje fáctico que siempre estuvo detrás de la “brillante”
carrera del primero. Como su propio apellido indica, procede de la familia que
llegó a monopolizar a finales del siglo XIX y principios del XX la distribución
de petróleo por EEUU y los países sometidos a su más directa influencia, a
través de la empresa Standard Oil, a la que la Corte Suprema de los
Estados Unidos aplicó, en 1911, la Ley Sherman Antitrust (1890),
obligándola a desmembrarse en 34 empresas diferentes, entre ellas Jersey
Standard, que finalmente se convirtió en la Exxon, la Standard de
California (después llamada Chevron) y la Socony, que años
después se transformaría en la empresa Mobil, estas eran tres de las “siete
hermanas” que han monopolizado
históricamente el comercio mundial de hidrocarburos.”[3].
Henry Kissinger y David Rockefeller en un acto organizado por la Comisión Trilateral, el Club Bilderberg para Asia.
David Rockefeller, además, fue presidente del Chase Manhattan Bank; fundador, presidente y -después- presidente honorífico de la Comisión Trilateral; presidente y presidente honorífico del Council on Foreign Relations; miembro estadounidense fundador, patrocinador, miembro vitalicio y miembro del comité de dirección del Club Bilderberg; director del Banco de la Reserva Federal de Nueva York; presidente del Comité Asesor de la Reforma del Sistema Monetario Internacional. Además, fue un conocido “filántropo” que financió multitud de fundaciones, universidades, institutos de investigación, entre los que debemos destacar la Universidad de Chicago (cuna, y no por casualidad, de los “Chicago boys”) o el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y será uno de los fundadores del Club de Roma (1968).
No es casual que Henry Kissinger, el fichaje más brillante de David Rockefeller, estuviera, durante esta crucial coyuntura política, en el vórtice de todos los huracanes y que fuera el pegamento que conectara la Crisis del Petróleo con los golpes de estado en Suramérica, el desarrollo del paradigma neoliberal, de las organizaciones eugenistas de los setenta y el frenazo de la carrera espacial, porque todos estos procesos están vinculados entre sí.
En febrero de 1972 el presidente norteamericano Richard Nixon viajó a China y dio un giro brusco a las relaciones políticas entre el Imperio y el Gigante Asiático. La colaboración entre estas dos potencias podemos decir que inició una nueva era en el sistema de relaciones diplomáticas a escala mundial.
Con el primer gobierno de Richard Nixon llega a la Casa Blanca, en 1969, la facción de las clases dominantes norteamericanas a la que Eisenhower denominó “Complejo militar-industrial”. Este “Complejo” ha controlado todos los gobiernos norteamericanos entre los mandatos de Nixon y de Obama (ambos inclusive).
Las décadas de los 70 y de los 80 fueron las de la gran ofensiva de este grupo y la de implantación de sus diversos paradigmas: El control demográfico de la población (Neomalthusianismo), la Economía de la Escasez (Neoliberalismo), la creación de estados fallidos (Neofeudalismo), que se apoya sobre el terreno en los “señores de la guerra” locales, los contratistas de la Defensa y toda la fauna de fanáticos de cualquier corriente ideológica que sea sensible a la manipulación exterior; también la utilización intensiva de los medios de adoctrinamiento de masas, la involución social...
En los 90 empezamos ya a ver el perfil que presentaba una sociedad sometida a su influencia durante una generación en los propios Estados Unidos, las cárceles norteamericanas llegaron a tener entre rejas a la mayor proporción de ciudadanos de toda su historia hasta ese momento (700 presos por cada 10.000 habitantes) y de todo el mundo de su época, a pesar de tratarse del país hegemónico a escala mundial.
Si hay mucha gente en la cárcel es que hay mucha gente cuestionando el modelo, aunque lo haga de manera no coordinada y dispersa. La gran mayoría de la población ignora ese dato, pero los dirigentes no, que se dan cuenta de que el modelo empieza a resquebrajarse. ¿Y cuál es su reacción? La huida hacia adelante. Y así llegamos a la presidencia de George W. Bush (2001).
La secuencia de acontecimientos a partir de entonces se vuelve vertiginosa: El 20 de enero de 2001 toma posesión. El 9 de septiembre es asesinado el líder de la Alianza del Norte afgana (que llevaba el peso de la resistencia contra el Régimen Talibán) Ahmad Shah Masud. El 11 de septiembre sendas aeronaves se estrellan contra las dos Torres Gemelas del World Trade Center y contra el edificio del Pentágono, Bush inmediatamente encarga a Henry Kissinger la formación de un comité de crisis internacional que diseñe la respuesta. Dos días después se apunta a Bin Laden como el cerebro de la operación actuando desde bases afganas, y el 7 de octubre ¡¡26 días después de los atentados!! el ejército norteamericano comienza la invasión de Afganistán, coordinándose desde entonces con la citada Alianza del Norte cuyo líder, como dijimos más arriba, había sido asesinado 28 días antes.
Animados por lo bien que les había salido la campaña afgana decidieron apostar más fuerte y el 20 de marzo de 2003 (17 meses y medio después) invadían Irak, pero a partir de entonces el frente comienza a resquebrajarse. La invasión de Afganistán se hizo un mes después del 11S y la brutalidad de los atentados había inducido en la opinión pública mundial una especie de anestesia total que produjo un respaldo generalizado y acrítico a los movimientos de los halcones. Pero año y medio después se había recuperado una parte significativa de la capacidad de pensamiento que se le presume a la especie humana. Entre sus mismos aliados empiezan a levantarse importantes voces críticas, de entre las que cabe destacar la del presidente francés Jacques Chirac, su ministro de exteriores Dominique de Villepin y el canciller alemán Helmut Kohl, tres pesos demasiado pesados como para poder ignorarlos. Los aliados del Imperio ya no estaban dispuestos a validar cualquier barbaridad que se les ocurriera al grupo de aventureros que se habían instalado en la Casa Blanca. Y el eje Pekín-Moscú-Teherán empezaba a ganar consistencia como alternativa al modelo neofeudal que el Complejo estaba patrocinando por toda la línea del frente que citamos al principio. La no aparición de las “armas-de-destrucción-masiva” iraquíes es muy significativa, pero no porque esto demostrara que Saddam Hussein no era tan malo como lo pintaban o porque los norteamericanos se hubieran pasado claramente de rosca en la campaña iraquí (como pensaba cada vez más gente) sino porque no encontraron cómplices de suficiente entidad como para validar su mentira, lo que revela que su modelo estaba siendo cada vez más cuestionado dentro de sus propias filas, aunque se les respaldara de manera formal, ya que había demasiados intereses compartidos que defender. Desde la II Guerra de Irak (2003) el Complejo está cada vez más tocado y comienzan a producirse movimientos entre los grupos dirigentes mundiales para preparar el día después de su hundimiento; para preparar el relevo.
En esa crítica coyuntura se diseña la “Operación Gatopardo” (“Hay que cambiarlo todo para que no cambie nada”, como dijo Lampedusa a través de esta obra literaria), que descansa sobre el tándem Barack Obama-Hillary Clinton. La idea es la siguiente: Los halcones republicanos han fracasado, se impone volver a la moderación con los demócratas. Pero hay, además, que montar una operación de marketing poderosa que cree la sensación entre la población de que se está produciendo una verdadera ruptura con el pasado y, para ello, se opta por romper con una serie de tabúes sacrosantos de la tradición política norteamericana. En la campaña por las primarias del Partido Demócrata de 2008 se van cayendo los candidatos menores y los dos finalistas resultan ser un afroamericano y una mujer. Cualquiera de los dos representaba una ruptura simbólica formal con la regla no escrita de que el Presidente tenía que ser varón, blanco, anglosajón y protestante. Se trataba de jugar con las apariencias para que lo fundamental no variara.
Los años de Obama (2009-2017) son los del ocaso y ruptura de esta facción, cada vez más contestada en todas partes, y la del fortalecimiento de sus competidores estratégicos. El viejo “Complejo militar-industrial” se rompió en dos bloques, a los que llamaremos “A” -o principal- (el defendido en la campaña electoral de 2016 por Hillary Clinton) y “B” -o alternativo- (el de Donald Trump). La victoria de éste en las elecciones y la visualización del encarnizado enfrentamiento entre ambas facciones evidenciaron que, pese a que compartían bastantes elementos del bagaje común heredado, había también importantes líneas de ruptura de carácter estratégico. Pertenecían a dos razas de halcones diferentes, aunque igual de depredadoras.
La presidencia de Donald Trump ha sido la del Bloque B, que intenta salvar, recurriendo a los patrones más atávicos de la cultura norteamericana, los elementos esenciales de la América WASP (acrónimo de Blanco –White-, Anglosajón –Anglo-Saxon- y Protestante –Protestant-). La sociedad norteamericana, empezando por sus propias élites, se está rompiendo. La huida hacia adelante que ha protagonizado desde los años 60 la ha conducido hasta un callejón sin salida, y los movimientos que se están produciendo en su seno apuntan, como dije hace tiempo[1], hacia una desintegración política.
La
vuelta de los demócratas, con Joe Biden
(el que fue vicepresidente de Obama), en 2021, significa el retorno de la
corriente principal al poder político en los Estados Unidos (no sabemos por
cuanto tiempo, porque la brecha que divide a las dos facciones principales se
está convirtiendo en un abismo y cada vez es menos descartable una resolución
violenta del enfrentamiento interno). Esta corriente está embarcada desde hace
tiempo en una huida hacia adelante (como ya dije, desde los tiempos de Nixon)
cada vez más violenta, y si de algo entiende es de crear las condiciones
subjetivas para provocar guerras en el exterior y destruir países. Aunque los
medios nos demonizaran a Trump (y él aprovechara esa demonización para
autopublicitarse), en política exterior era mucho menos peligroso que los
Clinton, los Obama o los Biden como estamos viendo ahora. Trump, al menos,
había asumido que Estados Unidos, en este momento histórico en el que vivimos,
es una gran potencia en declive y lo que pretendía era ralentizar ese proceso,
no invertirlo. Cada vez es más evidente el declive económico del Imperio en
términos relativos, ante el avance inexorable de nuevas fuerzas emergentes a
nivel mundial. Pero aún conserva la supremacía militar, y está dispuesto a
morir matando. Como la historia nos ha enseñado, no hay nada más peligroso que una potencia militar en declive.
[1] Es
curioso como el propio Henry Kissinger tiene cierta consciencia de ese
paralelismo, que podemos leer entre líneas en su obra “Diplomacia”
(Ediciones B, S.A., Barcelona, 1998). También hace comparaciones implícitas con
otros estadistas de la Europa moderna y contemporánea como Richeliu o Bismarck.