Carmen Yuste
12 de noviembre de 2024
Desde la tarde del pasado 29 de octubre, el debate público gira en
torno al desastre de Valencia; no puede ser de otra manera, dadas las
dimensiones de la catástrofe humanitaria y el escándalo en torno a su gestión.
La retórica política, la prensa, las redes sociales giran en torno a la
tragedia y también las conversaciones en los mercados, los bares, los centros
de trabajo y cualquier ámbito de la vida cotidiana. También se comenta,
¡claro!, el resultado de las elecciones norteamericanas, pero ese es otro tema…
o no.
A quienes nos dedicamos a la enseñanza, nos ha tocado vivir el
debate también en las aulas. Al día siguiente nuestros alumnos y alumnas
llegaron a clase con ganas de hablar de lo que todo el mundo hablaba, sin
conocerse aún siquiera el alcance de las consecuencias de la DANA que había
arrasado con barrios y pueblos. Y hasta el día de hoy, las matemáticas, la
historia, el inglés o la biología han tenido que dejar un hueco para tratar el
tema.
Nuestras alumnas y alumnos han recibido las noticias sobre el
desastre trufadas de toda la batería de disparates conspiranoicos como que el
origen de las lluvias fue el lanzamiento de no se sabe qué artilugio a la
atmósfera, que el cambio climático es un invento o que en un parking que a la
postre se demostró afortunadamente vacío había cientos de personas atrapadas. Y
germinando en el terreno de los bajos instintos abonados por falacias morbosas
y sensacionalistas, la semilla del autoritarismo y el fascismo, con perlas como
que la Cruz Roja, las organizaciones humanitarias y las instituciones públicas solo
ayudan a “los inmigrantes ilegales” y no a “los españoles afectados”.
A veces se piensa y se dice que la gente joven no está informada y
eso no es cierto. Las alumnas y alumnos a los que doy clase han estado
informados en todo momento de lo ocurrido en Valencia. El problema es que esa
(des)información les llega a través de redes sociales y de manos de una caterva
indocumentada de todo pelaje e infames intenciones. Así es que, maestras y
maestros, profesoras y profesores llevamos muchos días explicando que una DANA
es un fenómeno atmosférico y no fruto de un malvado experimento; dos semanas ya
rebatiendo que el trabajo del personal técnico de los servicios públicos de
emergencias no se puede suplir con publicaciones de charlatanes en las redes
sociales o con la donación propagandística (y desgravable) de un
multimillonario de la industria textil.
Pero el problema no es la gente joven: también la población adulta
se informa, cada vez más, a través de los mismos canales. Y más aún, los medios
de comunicación tradicionales, a los que se supone más seriedad y rigor,
tampoco escapan al maquillaje interesado y tendencioso de la realidad. Y ahí
está el enaltecimiento del ejército durante las labores de rescate y
recuperación o el apuntalamiento de la monarquía, como única institución que ha
sabido dar la talla en medio del caos, a través del relato compartido y
asentado por toda la prensa seria, de la visita institucional a la zona de la
catástrofe. El relato del Rey sensato y pacificador ya ha funcionado antes.
Frente a los bulos, la desinformación, la propaganda y la
propagación de ideas totalitarias, la Escuela Pública, con sus escasos medios y
su limitada influencia, poco puede hacer.
Pero en situaciones como esta y en el contexto que nos ha tocado vivir,
tenemos la responsabilidad de preservar y extender el pensamiento racional y la
explicación científica, de trabajar para una ciudadanía futura de espíritu
crítico que, con datos y argumentos, cuestione las fuentes y las teorías, los
relatos y a quienes los difunden, las respuestas simples y las preguntas
dirigidas. Nos toca también transmitir que los derechos humanos, la
solidaridad, el cuidado del planeta y el posicionamiento contra el racismo, el
machismo, la homofobia y el fascismo son imperativos éticos y no una opción
equiparable a sus perversos antónimos. Ahora más que nunca, le toca a la Escuela Pública defender la trinchera de la
razón y los derechos humanos. Ahí estaremos.