Antonio Aguilera Nieves. Economista, Secretario General Fundación Savia
8 de noviembre de 2024
Las autoridades económicas
anuncian que la inflación está controlada y dan por atajada una crisis que, en
la práctica, ha desembocado en un aumento terrible de la desigualdad, un
estrangulamiento del sistema socioeconómico que aleja a unos pocos
privilegiados de la inmensa mayoría, la perdedora de un incremento de precios
que ha hecho a las familias más pobres y los beneficios de las multinacionales
más grandes.
Si son las empresas que
están en los mercados globales las que primero hacen público lo que tenemos
encima, es necesario entonces prestar atención al descenso del 7 % en las
ventas de Starbucks, al descenso generalizado del mercado de bebidas, al
descenso en ventas de Mc Donalds, o la caída del 30 % en ventas del gigante de
patatas fritas Lamb Weston. Todas son empresas y sectores con una clientela muy
extensa y sensible al precio. El mensaje es claro, el consumidor dice: no puedo
soportar unos precios tan altos.
Porque recae en el
consumidor, en las familias, el peso de tener un sistema económico anclado en
el consumo. La inflación acumulada en España en los últimos cinco años es del
18,9 %, y la subida del precio de los alimentos del 30,7 %, con unos sueldos
que apenas han subido un 3 % anual, evidencia un desfase que, con el cierre en
falso que quiere hacerse de la crisis económica, puede dejar una desigualdad en
la que la llamada clase media va a encontrarse desamparada, situación
acrecentada por el deterioro que están sufriendo servicios públicos esenciales.
El reto de los gobiernos
estatal y autonómicos pasa por frenar la alarma social, y para eso están
dispuestos a seguir inflando presupuestos en una clara huida hacia adelante. Pero
el error sería inflar el sistema a base de medidas cosméticas y de auxilio
temporal sin entrar en revisar el funcionamiento de un sistema cuyo poder
económico sigue empeñado en mantener sus márgenes de beneficio a costa de los
eslabones más débiles, sector primario y consumidores.
La cadena de valor
alimentaria sigue siendo un desastre para muchos y una fuente de riqueza para
un puñado. Es el ejemplo evidente diario de la necesidad de abordar con
valentía con decisiones políticas la defensa de los débiles, del bien común, de
que funcione un sistema tan básico y esencial como el alimentario que en la
práctica se encuentra en unas pocas manos.
Las organizaciones agrarias
no se cansan de denunciarlo y de reclamar rentas dignas para productores. UPA
Andalucía denunciaba hace unas semanas unos incrementos de precios de más del
1.000 % en algunos productos entre el campo y la mesa: el consumidor paga hasta
el 2.400 % más caro el precio del maíz dulce de lo que se le paga al productor,
o la naranja y los limones, son diez veces más caros en el lineal de lo que
recibe el agricultor. La sandía y el melón multiplican por cinco su precio.
COAG en su IPOD de
septiembre señala que, por ejemplo, por la lechuga que el consumidor compra a
1,21 €, el productor recibe 0,22 €, el ajo que se paga a 6,91€, el agricultor
cobra 1,15€, la uva de mesa que cuesta 4,24€ se paga al agricultor a 0,80€. De
media en el último mes, el incremento de precio desde el origen al destino
según COAG es de 4 veces en los productos agrícolas y 3 veces en los productos
ganaderos.
En condiciones de economía
abierta los precios son muy inelásticos a la bajada, es decir, es poco probable
que, salvo situaciones puntuales, asistamos en los próximos meses a un descenso
de los precios de los productos básicos de las familias. El análisis realizado
con los alimentos bien podría valer para el de la energía, el combustible, el
tejido… La capacidad de ahorro desciende, y ello traerá el descenso en la
compra de bienes duraderos. De hecho, el sector automovilístico está anunciando
la crisis, en 2024 en Europa se van a vender 4 millones de coches menos que en
2019.
Estado de tensión económica
a lo que nada ayudan las incertidumbres políticas y los conflictos bélicos,
genocidios a los que estamos asistiendo. Guerras que, como apuntan algunos
analistas, se están produciendo porque los tiranos aprovechan la debilidad
económica.
En los dos últimos siglos,
el éxito del capitalismo democrático se ha basado en el equilibrio mantenido
entre el poder económico que propicia el desarrollo y el poder político emanado
de la sociedad que busca el progreso colectivo. Ambos deben estar adecuadamente
balanceados y su desequilibrio es el que ha llevado a países al desastre, puede
seguir haciéndolo en Estados, economías, que hoy son ejemplo.
Es hora de ejercer el poder
político para frenar y revertir la creciente desigualdad, y no hay mejor manera
que abordar la problemática de los sectores básicos, los domésticos, de los que
depende la calidad de vida de la inmensa mayoría. Es hora de hacer una
transición energética que logre la democratización de la energía, que no se
convierta en otro sector extractivo. Conseguir viviendas dignas. Servicios
públicos de calidad y amplia cobertura, servicios asistenciales, educación,
sanidad. Dar la importancia que tiene, en definitiva, a mantener la solvencia
de un Estado del bienestar que ha servido de integrador, porque la calidad de
los Estados y la sociedad se mide por la atención que se presta a los más vulnerables.
La verdad, en el capitalismo, se hace visible en la dinámica del mercado, su funcionamiento y el poder de los agentes económicos y sociales.
Atendiendo a esta sencilla regla, resulta obvio concluir
que, en la actualidad, en la cadena de valor alimentaria, un sector que en su
conjunto es casi un tercio de la economía mundial, la inmensa mayoría,
productores y consumidores, están en manos de los intermediarios. Actividades
de intermediación, distribución, comercialización que son necesarias, lícitas,
pero que no aportan el valor añadido proporcional a los beneficios que
obtienen.
Recordando que el éxito del modelo de las democracias en el
sistema capitalista consiste en mantener el equilibrio del poder económico y
político, solo queda una salida para evitar un mayor deterioro: controlar y
minorar el excesivo poder de la gran distribución que haga que productores
obtengan rentas dignas y los consumidores precios accesibles.
En los últimos años en España se ha evidenciado la
debilidad del poder político respecto a las grandes corporaciones y alianzas
alimentarias internacionales. Las negociaciones ministeriales se han traducido
en leyes blandas que, además, cuesta llevar a la práctica. El tiempo pasa, las
empresas son conscientes de que eso juega a su favor. El cierre en falso de la
crisis inflacionista con precios de alimentos básicos disparados es la prueba.
Hay que llenar de valentía la mochila del poder político
para que establezcan, como es su obligación, la fijación de mecanismos de
mercado justos, que sean la defensa de los eslabones más débiles, esto es, los
pequeños productores y las familias vulnerables. Lograr que las empresas del
sector alimentario se dediquen a lo que las hizo nacer: alimentar a la población
en lugar de lo que están haciendo ahora: querer vendernos cosas.
Esa mochila de valentía sólo se llena con respaldo social, recordando que cada pequeña acción de compra es una acción política porque con ella premiamos un modelo y castigamos otro. Preguntémonos a quién beneficia nuestro sistema de abastecimiento familiar. Recordemos cómo durante la pandemia aplaudíamos al tejido productivo cuando se visualizó la importancia de contar con un sistema de producción de alimentos solvente. Tengámoslo presente en lugar de dejarnos deslumbrar por el neón de los black Friday y campañas de promoción del gasto.
La alimentación es uno de los sistemas sociales básicos que necesitamos que funcione de forma estable, duradera, garantista, conectando de la mejor manera posible la producción y el consumo de alimentos. Nos alimentamos todos los días, prestémosle la atención que merece.