Pedro Andrés González Ruiz
21 de febrero de 2025
El Estado profundo es una realidad que se muestra en contadas
ocasiones y siempre de manera poco transparente. De hecho, la mayoría de sus
intervenciones que salen a la luz quedan como misterios o casos irresueltos.
Ahí están el asesinato de JF Kennedy, el 23F, la X de los GAL o las escuchas
del Pegasus al Gobierno de España.
La expresión saltó a la opinión pública hace unos años durante
el primer mandato del ultraderechista Donald Trump (2017-2021). La serie de
filtraciones, una de las cuales hizo dimitir al recién nombrado asesor nacional
de Seguridad (Michael Flynn) por la publicación de una conversación con el
embajador ruso, señalaba las resistencias al Gobierno de una parte de la
burocracia estatal portadora de información comprometedora.
No obstante, muchos científicos sociales niegan su existencia e incluso hay un consenso bastante general en que se trata de una teoría de la conspiración. Sin embargo, los “conspiracionistas” suelen dudar de la honradez de este tipo de negaciones. Y es que hay evidencias difíciles de explicar desde la naturalización del capital, que preside la producción teórica dominante.
Además, existen antecedentes históricos del Estado profundo (o deep
state, en inglés), como el kratos kratei (poder dentro del poder) de los
griegos; el status in statu (Estado en el Estado) de los romanos; y ya, en
1923, surge la expresión derin devlet (Estado profundo, en turco) para
referirse a la guerra sucia contra la insurgencia kurda.
Más recientemente, en USA, al inicio de la década de los sesenta
el presidente Eisenhower sorprendía con un discurso televisado de despedida en
el que denunciaba al complejo industrial-militar; el caso Moore-Redford, de
principios de los setenta, mostraba el espionaje sufrido por el presidente a
manos de la Junta del Estado Mayor, desembocando en el informe del Comité
Church que concluía que los adelantos tecnológicos y la falta de control de
organismos como el FBI, la CIA, la DIA y la NSA les convertía en poderosas
acumuladoras de información. Se trata de la Comunidad de Inteligencia nacional.
También en España se ha señalado al CNI y las cúpulas militar y
policial, además de parte de la alta judicatura. Sin embargo, determinadas
operaciones requerían la participación de importantes medios de comunicación,
cuando no de estructuras empresariales influyentes (palcos, partidos de golf,
jornadas de vela o cacerías).
Lo relacionado con la financiación irregular de partidos (casos
Filesa, Gurtel o Palau), las subvenciones a dedo, las puertas giratorias, la
falta de renovación de las instituciones, los apellidos ilustres en las
organizaciones, los fondos reservados o los secretos de Estado. Todos son
mecanismos relacionados con las cloacas del Estado, que alcanzan su expresión
álgida en el uso del ministerio de interior de Fernández Díaz para espiar a
miembros de Podemos o las actividades contra el procés. Y un poco después la
campaña orquestada para desprestigiar a Podemos a través de veintitantos casos
judiciales alimentados con denuncias admitidas con documentación falsa o escasa
base que, tras años de portadas y tertulias, terminaron archivadas.
Pero, paradójicamente, ha sido la reacción al Gobierno de la
ultraderecha la que puso al Estado profundo en un primer plano del interés
mediático. Y desde luego no fue el cuestionamiento del sistema capitalista ni
si quiera del Estado capitalista lo que temía la alta burocracia detentadora de
información sensible. Entonces, ¿qué divide al bloque capitalista de poder, qué
ha suscitado esta particular lucha de clases en la élite?
La informalidad del denominado Estado profundo impide saber
exactamente cuál es su agenda y qué aspectos o líneas de las políticas
ultraderechistas son las que rechazan. Si la función del Estado capitalista es
la representación y defensa del capital, la del Estado profundo incluye además
la defensa y seguridad del Estado, lo cual implica su propio mantenimiento. A
decir de Pedro Vallín, es un mecanismo de auto preservación del Estado.
La “guerra” declarada de la ultraderecha (UD, en adelante) al Estado
en su forma actual, la denominada deconstrucción del aparato administrativo del
Estado (palabras de Steve Bannon, uno de los consejeros de Trump), es el origen
de la desconfianza del Estado profundo hacia la UD. La reducción del
presupuesto, la reorganización administrativa, los nuevos criterios de gestión
o el cambio de las fórmulas de reclutamiento, pueden poner nerviosos a los
altos funcionarios que tienen la posesión de parte, la más comprometedora, del
aparato estatal.
Sin embargo, este no parece ser el caso de España. Los cuarenta
años de franquismo dejaron un aparato estatal franquista que ni la transición
ni los posteriores gobiernos removieron. El ascenso de la UD al gobierno
español supondría un “feliz reencuentro” de las clases poderosas. La UD
española no jugará, por ahora, el papel que puede jugar el trumpismo de cara al
Estado capitalista actual.
¿Qué relevancia puede tener el interés por el Estado profundo,
más allá de verlo como otro fenómeno social relacionado con el Estado
capitalista? Bien, solo decir que aquellos que están interesados en la
transformación radical de la sociedad habrán de tenerlo muy presente. Y quién
sabe si el papel histórico de la UD trumpista sea la reducción del Estado
profundo, abriendo el paso a transformaciones más sistémicas en USA y fuera.
Veremos. En cualquier caso, en esta etapa en la que el capital de Occidente requiere
unos cambios en el Estado que solo la ultraderecha puede impulsar, bien merecen
ser investigados la estructura (oscura e impenetrada), las funciones (de último
recurso) y las formas de intervención del Estado profundo, a la luz de la
crítica de la economía política.