jueves, 1 de marzo de 2018

O peleamos duro o nos dirigimos hacia un mundo sin trabajo



Miguel Toro


Actualmente nos encontramos en un momento histórico en el que se están produciendo una gran cantidad de cambios, equiparables, dadas sus dimensiones e impacto, a aquellos cambios que se produjeron entre los siglos XVIII y XIX y que hoy llamamos Revolución Industrial.

Vivimos en un momento en que, con un simple teléfono móvil, conectado a internet, con unos cuantos toques podamos hacer la compra online y que nos la lleven a casa en 2 horas. En breve vamos a tener automóviles que se conduzcan solos, y además lo hagan de forma más segura y con menos accidentes. La automatización derivada de la Inteligencia Artificial está permitiendo, además, en ciertas tareas, como reconocimiento de imágenes (describir qué hay en una foto), las máquinas ya hayan igualado a las personas. Algunas innovaciones están llevando la computación inteligente a los dominios de profesiones como la medicina, las finanzas o el servicio de atención al cliente, los servicios de traducción automáticos, etc.

Por otra parte, se están conectando miles de millones de sensores a diversos recursos, almacenes, sistemas viarios, cadenas de producción, redes de distribución eléctrica, oficinas, hogares, tiendas y vehículos que supervisan continuamente su estado y su funcionamiento. Es el denominado Internet de las cosas. El Internet de las cosas permitirá supervisar el consumo de electricidad, optimizar la eficiencia energética y compartir la electricidad verde sobrante. La convergencia del Internet de las comunicaciones con un Internet de la energía y un Internet del transporte y la logística todavía incipientes está creando una nueva infraestructura tecnológica para la sociedad que cambiará de una manera radical la economía global en los próximos decenios.



Pero cada vez está más claro que los impresionantes avances que se han producido en la tecnología de computación -desde la robótica industrial, hasta los servicios de traducción automáticos- son responsables en gran medida del lento crecimiento del empleo mundial en los últimos 10 o 15 años. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial el aumento de puestos de trabajo correspondía a aumentos en la productividad. El patrón quedaba claro: según las empresas generaban más valor gracias a sus trabajadores, todo el país se hacía más rico, lo que impulsaba una mayor actividad económica y creaba aún más puestos de trabajo. Pero a partir del año 2000, productividad y empleo empiezan a divergir; la productividad sigue creciendo con fuerza, pero el empleo decrece de repente. En estos momentos, a nivel mundial, la productividad está en niveles récord, la innovación nunca ha sido más rápida, pero al mismo tiempo tenemos unos ingresos medios decrecientes y tenemos menos puestos de trabajo. 

Por lo menos desde la década de 1980, los ordenadores han ido ocupando tareas como la contabilidad, el trabajo administrativo y los trabajos repetitivos en la fabricación. Todos ellos suponían ingresos de la clase media. Al mismo tiempo han proliferado los empleos con sueldos mayores que exigen creatividad y habilidad para resolver problemas, a menudo auxiliados por ordenadores. También lo han hecho los trabajos para la mano de obra no cualificada: la demanda ha aumentado en el campo de la restauración, el mantenimiento, la asistencia domiciliaria y otros servicios que son más difíciles de automatizar. El resultado, está siendo la polarización de la fuerza de trabajo y un vaciado de la clase media, algo que ha sucedido en numerosos países industrializados a lo largo de las últimas décadas. La rápida aceleración del progreso tecnológico ha ampliado mucho más la brecha entre los ganadores y los perdedores económicos, la desigualdad en los ingresos entre unos y otros.

Ya en el siglo XIX, el movimiento ludita, encabezado por artesanos ingleses, protestó entre los años 1811 y 1816 contra las nuevas máquinas que destruían el empleo. Los telares industriales, la máquina de hilar industrial y el telar industrial introducidos durante la Revolución Industrial amenazaban con reemplazar a los artesanos con trabajadores menos cualificados y que cobraban salarios más bajos, dejándoles sin trabajo. El movimiento ludita se oponía al cambio tecnológico que interpretaba como la causa de la desaparición del empleo. Actualmente también hay movimientos que se oponen al desarrollo tecnológico.

Nosotros pensamos que, claramente, la tecnología sirve para aumentar la productividad y la riqueza de las sociedades, pero también tiene un lado oscuro: el progreso tecnológico está eliminando la necesidad de muchos tipos de trabajos y dejando al trabajador medio en peor situación que antes.

El progreso tecnológico sirve para hacer crecer la economía y crear riqueza, pero no existe ninguna ley económica que afirme que todo el mundo se beneficiará de ello. Más bien lo contrario: el progreso tecnológico, dejado a la arbitrariedad de los mercados, está produciendo y producirá cada vez más desigualdad económica si no lo remediamos. Además, las tecnologías necesitan de inversión de capital y, según todas las evidencias, la concentración de capital está siendo cada vez mayor. Esto hace que los beneficios proporcionados por el cambio tecnológico se concentren cada vez en menos manos. La polarización del trabajo, además, será cada vez más visible entre países, incluso entre regiones dentro de un país. Los países que controlen las innovaciones concentrarán la mayor parte de los beneficios y tendrán empleo para los trabajadores cualificados que ganan más.  Los países que no controlen las innovaciones se quedarán con los empleos para trabajadores no cualificados: turismo, atención domiciliaria, etc.

Ante esta perspectiva de cambios, cabe preguntarse qué va a ocurrir con todas las personas cuyos trabajos actuales van a desaparecer. O peleamos duro o nos dirigimos hacia un mundo sin trabajo: la lógica nos lo señala. Además, será un mundo dual: pocos trabajos muy bien remunerados y una gran cantidad de infra trabajos o desempleo. Esta dualidad se reproducirá por países, y posiblemente, por regiones dentro de un mismo país.

El trabajo es, y ha sido siempre, una parte fundamental de la vida de las personas. Es lo que nos permite llevar a cabo una gran parte de nuestros proyectos vitales, nos aporta independencia económica y nos permite realizarnos y progresar. Esto hace que debamos, como sociedad, enfrentarnos al problema.

Pero también debemos ser conscientes de que los ganadores de la revolución tecnológica no van a repartir de buena gana los beneficios obtenidos, ni el trabajo disponible se va a repartir de buena gana entre todos para que todos tengan trabajo y el progreso tecnológico nos permita trabajar menos a cada uno. Esto es una batalla política que se libra en una escala cada vez más global. Como mínimo del tamaño de la Unión Europea. Y como en todas las batallas políticas hacen falta instrumentos políticos: partidos políticos que defiendan estas causas, que comprendan como el desarrollo tecnológico dejado libremente nos aboca a una desigualdad creciente. Una desigualdad en términos de personas y de países. Partidos políticos que conquisten mayorías en los parlamentos nacionales y europeo y de esta forma puedan formar gobiernos que legislen a favor del reparto del trabajo cada vez más escaso y del reparto de los beneficios que produce el desarrollo tecnológico.

Como dijimos arriba: o peleamos duro y creamos los instrumentos políticos necesarios o nos dirigimos hacia un mundo sin trabajo y con una desigualdad cada vez mayor.