Miguel
Toro
25 de enero de 2022
Como podemos leer en varios periódicos, “Durante el confinamiento el aumento de la pobreza extrema fue enorme, pero a medio y largo plazo hay más: esta crisis ha cogido a mucha gente justo en la edad en la que deberían estar estabilizándose en el mercado laboral, y eso tiene efectos duraderos. Tardaremos años en ver estas cicatrices, pero las veremos” (El País, 2021). Con las dos últimas crisis, España se ha situado en los furgones de cabeza de Europa en términos de desigualdad, solo un escalón por debajo de los países del Este y los bálticos. Esas elevadas cifras tienden a cronificarse, a la vista de que más de la cuarta parte de la población está en riesgo de pobreza, según los datos de Bruselas.
La nueva economía digital, sumada a la progresiva sustitución del trabajo humano por robots y computadoras, ha generado y va a seguir generando un incremento de la desigualdad de tal dimensión que preocupa incluso a quienes no la padecen.
Pero frente a esa realidad el sector progresista de la sociedad, los partidos progresistas europeos siguen si reaccionar. Solo buscan soluciones ‘pragmáticas’ a la situación actual. Aplican la etiqueta de ‘utópico’ a la posibilidad de reducir los paraísos fiscales, al intento de subir los impuestos a los ricos, a la mejora de una sanidad pública para todos, a la posibilidad de tener un Estado que movilice los recursos ociosos en beneficio de la mayoría. Claramente la concepción imperante sobre lo posible e imposible no es neutral ni inocente. Es una consecuencia de la batalla cultural que desde los años 90 se libra a favor de las ideas del liberalismo económico. Ideas que defienden que hay que disminuir el Estado, que es suficiente con dejar funcionar al mercado sin regulación alguna. En definitiva que es imposible oponerse a las leyes del mercado y al poder de los superricos.
¿Deberíamos renunciar por completo al sueño de un mundo mejor? Por supuesto que no. Pero eso es precisamente lo que está ocurriendo. Las ideas radicales sobre cómo cambiar el mundo se han convertido en algo casi impensable en sentido estricto. Las expectativas de lo que podemos lograr como sociedad se han erosionado drásticamente, obligándonos a aceptar que, sin utopía, sólo nos queda la tecnocracia. La política se ha diluido hasta convertirse en la mera gestión de problemas.
Pero necesitamos volver a creer que el futuro depende de nosotros, de lo que hagamos, que no necesariamente tiene que ser peor, ni siquiera en un contexto de crisis ecológica como el que estamos viviendo. El futuro depende de las decisiones que tomemos colectivamente. Es una cuestión política. Esencialmente utopía significa el deseo de un futuro mejor. A los progresistas nos vendría bien reconciliarnos con la utopía.
Las utopías sirven para fijar el horizonte hacia el que dirigirse. Esto lo ha dicho mucho mejor Eduardo Galeano: “la utopía está en el horizonte y cuando voy hacia ella se aleja, pero sirve para eso, para caminar”. Sirven para generar las emociones que hacen que la gente se implique en un cambio social importante. La política tiene su parte racional, pero un cambio radical exige sobre todo emoción, corazón, y las utopías dan eso.
Algunas nuevas utopías están encima de la mesa. Piketty, en El Capital en el Siglo XXI, muestra la inminente necesidad de intervención política del Estado, para romper con la lógica de desigualdad del capitalismo. Lo novedoso de la aportación de Thomas Piketty en Capital e ideología es su propuesta de repartir la riqueza a través de dos mecanismos: un nuevo impuesto progresivo sobre el patrimonio cuya recaudación financiaría una dotación básica y universal de riqueza a recibir a los 25 años y, en segundo lugar, ampliar hasta el 50 % los derechos de voto de los trabajadores en los consejos de administración de las empresas tras facilitarles el acceso a la propiedad mediante compra de acciones.
Piketty, tras constatar que buena parte de la adquisición privada de propiedad se ha hecho abusando de los mecanismos del poder estatal (privatizaciones en países excomunistas, sectores regulados por el poder, etc.) o apropiándose de bienes comunes, como el conocimiento, y que buena parte del aumento reciente de la riqueza se ha debido a factores especulativos en sectores como el inmobiliario y el bursátil, propone reforzar la libertad de todo el mundo mediante un reparto más equitativo de la riqueza que reduzca la actual desigualdad.
En
palabras del autor, la desigualdad está promovida por razones ideológicas y
políticas mucho más que económicas o tecnológicas. La aportación de Piketty se
centra en cuatro puntos esenciales:
1.
Los
beneficios crecen a una tasa superior a la que lo hace la economía, por lo que
la desigualdad tiende a crecer como consecuencia de una progresiva
concentración de renta y de riqueza.
2.
El
emprendedor que aporta a la sociedad y obtiene algo a cambio lícitamente es algo
a potenciar. Frente a él está la riqueza incrementada por alguien que la ha
heredado y la ve crecer como consecuencia de la especulación o de apropiación
ilícita de bienes comunes como consecuencia de disponer de una posición de
dominio (el ganador se lo lleva todo, sobre todo si es amigo del poder). Con
ello, se rompe la relación esfuerzo y enriquecimiento lícito. Aparece una casta
que se consolida mediante la herencia.
3. Toda propiedad privada debe mucho a los esfuerzos públicos acumulados (Mariana Mazzucato, El Estado emprendedor. Mitos del sector público frente al sector privado). Nada es enteramente privado en la generación de los negocios, por lo que no puede ser enteramente privada la apropiación de sus beneficios.
4. Los impuestos y el Estado juegan un papel clave en mitigar la desigualdad.
A causa de la popularización de las ideas del liberalismo lo que antes se consideraba reformista se ha vuelto radical. Tras la Segunda Guerra Mundial el programa que implantó el Partido Laborista, poniendo a funcionar a todo rendimiento la capacidad productiva del país, construyendo un servicio sanitario público y universal o mejorando el sistema educativo, sería catalogado ahora de extrema izquierda en nuestros tiempos. Lo mismo le pasaría al New Deal en EEUU, que obligaba a los millonarios a pagar un 90 % de sus ingresos a las arcas del Estado.
A partir de los 90, el declive de las grandes utopías decimonónicas tales como el socialismo, el marxismo, etcétera, y la ausencia de proyectos utópicos alternativos han provocado, en los últimos años, la emergencia de una poderosa oleada de hiperrealismo en el seno de los sistemas democráticos. En las últimas décadas hemos pasado abruptamente desde una época casi delirantemente utópica, al descrédito y desplome casi absoluto de todas las utopías.
La apuesta del Biden, el actual presidente de EEUU, está en sintonía con la propuesta de crear “un impuesto mundial progresivo sobre el capital” que viene defendiendo el economista Piketty desde hace tiempo. El autor francés no oculta las dificultades de aplicar esta medida a nivel global. Por esto reconoce que “el impuesto mundial sobre el capital es una utopía”. Aunque precisa que es una “utopía útil” que puede instituirse de forma gradual y progresiva.
En
realidad, debemos preguntarnos por qué las coaliciones socialdemócratas han
sido incapaces en las últimas décadas de abordar a escala transnacional tanto
la problemática de la progresividad fiscal como la noción de propiedad privada
temporal, que es a donde nos conduciría la aplicación de un impuesto
suficientemente progresivo sobre las grandes fortunas. Esta limitación programática,
intelectual e ideológica es una de las razones de fondo que explican el
agotamiento actual de la evolución histórica hacia la igualdad y el aumento de
las desigualdades. Necesitamos coaliciones políticas que estén reconciliadas
con la utopía y no solo basadas en la tecnocracia.