Calle Santander. Sevilla
Enrique
Cobo
26 de abril de 2022
Hoy nuestro urbanismo se
oculta tras la dispersión de las responsabilidades en cada pueblo o ciudad, que
parece actuar por su cuenta, pero en realidad aquí y ahora tiene un motor común
que da lugar a comportamientos muy similares, quizá porque respondan a un mismo
motor que los mueve y a unos mismos frenos que lo identifican.
En este proceso constructivo
de nuestros espacios, en que lo “grande”, lo importante, ensombrece, oculta y
aplasta lo esencial, vemos cómo lo pequeño, lo cercano, los átomos que nos
permiten ir viviendo nuestra vida, se ocultan tras los diversos humos que nos
rodean.
Desde el catecismo grosero
del autobombo, del chovinismo rampante, lo incontestable, hasta el desprecio
por lo común identificado y querido, estamos destruyendo groseramente los
entornos de la convivencia, tanto espaciales como rituales.
Ejemplo especialmente significativo es la actuación sobre lo urbano, sobre los entornos de nuestros pueblos y ciudades desde hace 60 años, desde el urbanismo salvaje de los ayuntamientos tardofranquistas, que dieron carta de naturaleza a las actuaciones urbanas más salvajes, como una máquina de destrucción de lo bello común, convirtiéndolo en un negocio sin alma, propio de desalmados, del capitalismo más depredador.
Esa experiencia de la
dictadura se ha seguido desarrollando hasta la imposición del principio de que
el crecimiento en sí mismo es bello, en la exaltación de lo grande, lo
ostentoso es preferible a cualquiera otro, junto al narcisismo impostado que se
refleja en nuestras ciudades y pueblos, en los que competimos por poner el
símbolo más hortera de nuestro pueblo o ciudad, que quiere simbolizar nuestra
idiosincrasia, lo mío como excelencia frente a lo de los otros. A la vez se ha
archivado en el baúl de lo pintoresco la voluntad de insistir en la
investigación y el desarrollo de lo que ha hecho que nos sintamos bien en la
relación con los espacios de nuestras relaciones con los demás, con la
naturaleza, con los “paisajes” de nuestra vida, que distinguiría a un
comportamiento democrático y presentable.
Aquel infierno de la
construcción de los últimos años de la dictadura no terminó con ella y hoy
podemos contemplar el espectáculo vivido. Tras algunos intentos de hilar fino
en el tratamiento de nuestros espacios de convivencia, volvió a instalarse en
nuestra “cultura” lo de que crecer es bello en sí mismo , hasta llegar hoy a
nuestra realidad en cualquier punto de Andalucía, casi de España, en la que el
triunfo del negocio como dios supremo al que servir está convirtiendo nuestros
pueblos y ciudades en una hortera exposición de un espectáculo destructivo de
nuestros hábitats y de nuestros entornos y de la sustitución de nuestros
espacios para el encuentro y la relación por espacios impersonales,
grandilocuentes, sin naturaleza y sin respeto por lo bello, que no está ni
planteado como objetivo.
Nuestra viviendas, nuestras
ciudades, nuestros entornos no son tratados como lugares en los que habitamos,
en los que vivimos las gentes, sino como ostentación y oportunidad de negocio,
llevados del ronzal de los poderes que nos rodean y que con el cuento nefasto
de la prosperidad, del crecimiento, del negocio están consiguiendo que nuestras
ciudades sean cada día más grandes, más desagradables, más feas, en nombre de
“la pela”.
Entretanto ocultamos sin
vergüenza alguna los espacios en los que hacinamos a los no deseados, espacios
que ocultamos y que son expresión y consecuencia de la voluntad de las fuerzas
que construyen nuestros pueblos y ciudades. La existencia de las 3.000 viviendas
en Sevilla, de Almanjayar en Granada…, de un barrio en cada pueblo o ciudad
importante, en el que encerramos a miles de ciudadanos de los que no cuentan, ocultándolos
tras “planes integrales” que han conseguido ser aislamientos integrales, contrastando
esos barrios con el desarrollo de otros, el espíritu “Barrio de Salamanca”.
Hemos sustituido en los centros
de nuestras ciudades las viviendas por los negocios. Contemplamos en las entradas
de nuestras ciudades monumentos o carteles grandilocuentes y groseras
complacencias de autobombo al chovinismo cateto; hemos convertido los
alrededores de nuestras ciudades, nuestras “vegas”, por conjuntos de
actuaciones ilegales que han destruido los espacios que un día nos permitieron
una relación con la naturaleza que formó parte de nuestras almas individuales y
colectivas.
Hoy, entre el objetivo de
obtener unas infraestructuras dignas de un turismo de calidad -léase negocios
para ricos- y el de hacer planes parciales adecuados a la demanda -barrios para
ricos, barrios para “los otros”-, de “explotar nuestros propios recursos”, que
significa sobre todo que el que pueda invertir no tenga impedimentos para
hacerlo donde quiera y como quiera, nos alejamos cada vez más de la posibilidad
de un urbanismo democrático, hecho a la medida de las necesidades y de los
deseos de los ciudadanos, de una construcción de nuestros pueblos y ciudades
pensando en el bienestar de los que vivimos o queremos vivir en ellas y de
camino, si fuera posible, hacerlo con buen gusto y menos chovinismo cateto.
Soy muy pesimista con este
tema porque veo que en el tratamiento de nuestros espacios de convivencia no es
posible introducir un comportamiento democrático al servicio de los ciudadanos.
En este asunto también estamos siendo vencidos por un capitalismo importado que
nos ofrece como modelo CRECER sin concesiones a lo que sea tierno, útil y bello
para la gente, pero considerando una inmoralidad no permitir que quien pueda
hacer negocio actúe.
En estos momentos el
esfuerzo por hacer el camino hacia esta realidad se está exagerando. Están
consiguiendo que nos habituemos, que nos rindamos ante quien construye y manda,
que suelen coincidir.
Insistir en una actuación
democrática en las actuaciones que construyen nuestro territorio es vital, pues
estamos en un proceso de caída sin frenos, pero es muy difícil, pues nos están
haciendo creer que es aspiración común el crecimiento (sin adjetivos), aunque los
deseos de la gente no se pueden expresar claramente sino ocultándolos en la
montaña de basura de un sector económico insaciable y salvaje.