El auto del Supremo es político. Para defender su concepto de la unidad de
España. Y para poner en su sitio a un Parlamento que el pueblo ha querido que
esté controlado por progresistas y nacionalistas. Los jueces han decidido dejar
claro que los únicos que mandan de verdad son ellos.
Joaquín
Urías. Profesor de Derecho
Constitucional de la Universidad de Sevilla y ex letrado del Tribunal
constitucional.
5 de julio de 2024
Este artículo fue
publicado originalmente en elDiario.es el
pasado 1 de julio. Lo publicamos aquí con autorización del autor.
El Tribunal Supremo lo ha vuelto a hacer. Ha vuelto a violar
la soberanía popular. Nuevamente ha decidido que su voluntad vale más que la
del pueblo, expresada –como dice la Constitución– en la ley. Los jueces de
nuestro más alto tribunal de justicia dejan así una vez más en el aire la
pregunta de si en España es posible la democracia.
La explicación técnica de
lo que han hecho es sencilla, aunque en los próximos días el aparato mediático
y jurídico de la derecha nos va a intentar convencer de lo contrario. La ley de
amnistía dice que no serán amnistiados los delitos de malversación cuando haya
existido propósito de enriquecimiento. Para aclarar este concepto, la propia
ley detalla que no se considerará enriquecimiento la aplicación de fondos
públicos a finalidades independentistas “cuando, independientemente de su
adecuación al ordenamiento jurídico, no haya tenido el propósito de obtener un
beneficio personal de carácter patrimonial”. La norma es clara. Cristalina. Nos
puede parecer mejor o peor, podemos estar o no de acuerdo con lo que dice, pero
no hay duda de ello: si se usó dinero público para el referéndum del uno de
octubre sin intención de obtener un beneficio patrimonial personal, es decir,
sin voluntad de quedarse con dinero para ellos mismos, el delito tiene que ser
amnistiado.
Donde la ley es clara, no necesita interpretación. Pero eso le da igual a los magistrados del Tribunal Supremo, que creen que su papel es hacer política y salvar a España antes que aplicar las leyes. Así que han decidido reinterpretar las leyes conforme a su propia ideología. Para justificarlo se han inventado un argumento ridículo. Dicen que, para organizar el referéndum, los líderes independentistas podían elegir entre usar dinero público o pagarlo de su bolsillo. Puesto que usaron dinero público, se ahorraron el pagarlo ellos mismos. Ese ahorro es, para cinco jueces, un enriquecimiento.
Los magistrados del
Tribunal Supremo no son tontos, pero si hace falta se lo hacen. En esta ocasión
parece que han pasado por alto lo más evidente. No hay ninguna prueba de (y es
incluso improbable) que esos líderes, en caso de no haber tenido dinero para
publicitar el referéndum, lo hubieran pagado de su bolsillo. ¿Cuánto habría
puesto cada uno?, ¿habrían pagado todos?, ¿no habrían hecho el referéndum sin
esos gastos? De nada de eso hay pruebas. Es un argumento infantil, rebuscado y
falso. Tanto, que hay que pensar que no se trata de un error, sino que responde
a la clara intención de inventarse un supuesto beneficio patrimonial donde
evidentemente no lo hay. Para no amnistiarlos. Por independentistas.
Prueba de que con esta
interpretación sólo están imponiendo sus propias ideas políticas por encima de
la voluntad del Parlamento es que, como no saben controlarse, han trufado su
decisión de consideraciones políticas. Directamente acusan al Parlamento de
lenidad (literalmente, blandura en exigir el cumplimiento de los deberes o en
castigar las faltas) por perdonar delitos graves. Y evidentemente, justicieros
que son, deciden remediarlo.
El despropósito jurídico
roza lo infame cuando para reforzar su extravagante argumento acuden a
consideraciones directamente políticas y contrarias a derecho. La ley de
amnistía excluye también de ella los actos tipificados como delitos que
afectaran a los intereses financieros de la Unión Europea. Pues ahora dicen
estos magistrados que, como los condenados del procés buscaban la independencia de
Cataluña, sus delitos afectaron “potencialmente” a los intereses financieros de
la Unión Europea. Lo argumentan en que si Cataluña fuera independiente
disminuirían los ingresos totales de la Unión, pues disminuiría la recaudación.
Explican entonces que la declaración unilateral de independencia supuso “el
debilitamiento de la fortaleza territorial de España”. Añade que es cierto que
duró unos segundos pero, si no hubiera sido así y hubiera triunfado, habría
podido afectar en último término a Europa. Se trata de un disparate total. Los
castiga no por lo que hicieron, sino por lo que habrían podido hacer, y razona
de manera diabólica: es tan absurdo como decir que cada vez que hay un
homicidio disminuye la capacidad recaudatoria de la Unión Europea, o que todo
el que defrauda a Hacienda está afectando a los intereses económicos europeos.
Solo una magistrada se ha
atrevido a señalar que el emperador está desnudo y recuerda en su voto
particular que la única interpretación razonable de la ley es que solo están
fuera de la ley de amnistía las desviaciones de dinero hacia supuestos de
corrupción personal. También dice que para interpretar qué son los intereses
económicos de la Unión Europea el Supremo habría debido plantear una cuestión
prejudicial. Nada de esto ha importado a la mayoría de jueces que, con evidente
recochineo, insiste en que el texto legal tiene vida propia fuera de la
voluntad del legislador y aprovecha para atacar la supuesta precipitación con
la que se ha elaborado esta ley.
Es una decisión política.
Un auto para defender su concepto de la unidad de España. Y para poner en su
sitio a un Parlamento que el pueblo ha querido que esté controlado por
progresistas y nacionalistas. Los jueces han decidido dejar claro que los
únicos que mandan de verdad son ellos.
De poco nos sirve tener un
Parlamento elegido democráticamente por sufragio universal si cinco jueces
arrogantes son capaces de pasarse sus leyes por el forro e imponernos a todos
su propia voluntad política. Estamos ya acostumbrados en España a que cualquier
señor que haya demostrado en una oposición su capacidad de memorizar y repetir
como un loro se crea de mejor clase que el resto de la población y se sienta
legitimado para imponernos a los demás sus ideas políticas como en la más
injusta de las dictaduras. En esta ocasión, los cinco jueces que se han
rebelado contra la voluntad popular ni siquiera ostentan su cargo por una de
esas oposiciones. Fueron nombrados directa y arbitrariamente por un órgano
politizado y controlado por el partido popular.
Ahora acaba de llegarse a
un acuerdo para renovar el Consejo General del Poder Judicial, que es quien
elige a dedo a los jueces del Supremo. Si en el Gobierno creen que la
eventualidad de que magistrados “de su cuerda” lleguen ahora al alto tribunal
va a frenar la deriva antiparlamentaria de este órgano, es que no han entendido
nada. El momento actual no va de mayorías, sino de decencia democrática. Porque
si esto sigue así, lo más sensato será que dejemos definitivamente de votar en
las elecciones. De nada nos sirve, si unos señores con tan poca vergüenza como
dignidad cambian las leyes a su antojo.
Mientras unos miraban al
gobierno de los jueces y se lo repartían, los jueces se convirtieron en el
gobierno.