17
de septiembre de 2024
No
parece importarnos mucho, o al menos no veo ni protestas ni declaraciones de
ningún tipo, cuando gran parte de nuestros residuos electrónicos, de nuestra
basura inservible, termina en un inmenso y kilométrico vertedero, el de
Agbogbloshie, en Ghana. Basura que, tras retirar en España (y en otros países
de Europa) lo más valioso de ella, fundamentalmente metales, terminamos
enviando al indicado vertedero a través de los puertos de Bizerta (Túnez) y de
Lagos (Nigeria). Ni que decir tiene que tanto los desechos como los métodos de
recuperación utilizados por las más de cien mil personas que viven en el
vertedero son totalmente contaminantes y altamente perjudiciales para la salud
y para el medio ambiente. Es decir, nuestra basura, no sólo viaja y atraviesa
fronteras con escasísimas restricciones reales, sino que, además, empobrece,
contamina, enferma y mata.
Según datos del Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz (SIPRI), entre 2014 y 2023 España fue el octavo exportador mundial de armas. Y no hablamos sólo de carros blindados o buques de guerra, sino que muchas de las armas exportadas son armas pequeñas y ligeras que, según una investigación de Amnistía Internacional, son las más utilizadas para cometer la mayoría de las violaciones graves de derechos humanos que lastra el desarrollo de las comunidades afectadas. Es decir, nuestras armas, no sólo viajan y atraviesan fronteras con escasísimas restricciones reales, sino que, además, son instrumentos necesarios para la violación de derechos humanos, hieren y matan.
Es
conocido que la nueva fiebre del oro está provocando una fuerte subida del
precio de este metal, cuyo comercio tiene tales márgenes de beneficios que
constituye una atracción irresistible para las bandas criminales y para algunos
gobiernos no menos criminales que esas bandas. La extracción del precioso metal
no sólo supone una degradación grave del medio ambiente (en África Central se
utiliza el mercurio y el cinabrio para su extracción) contaminando aguas,
tierras, alimentos y, en consecuencia, creando graves problemas de salud
pública, sino que, además, este comercio suele venir acompañado de delitos
financieros y fiscales, caza furtiva y, lo que es más grave, de trata de
personas. Mucho de este oro termina en las manos, en los bolsillos y en las
cajas de seguridad de honorables ciudadanos y ciudadanas de países
desarrollados.
¿Y
qué decir del coltán que no se sepa? Gran parte de los componentes que integran
nuestros teléfonos móviles, pc, tablet…, están compuestos por tantalio,
elemento extraído del coltán. El que no seamos capaces ni de imaginar nuestra
vida sin los indicados aparatos da la talla de la importancia del coltán. Con
los datos actuales, parece ser que el 80 % de las reservas mundiales de este
mineral están en la República Democrática del Congo, país que, junto a su
vecina Ruanda, lideran el tráfico ilegal mundial del coltán. Estos países
tienen tal cantidad de grupos armados, paramilitares, militares descontrolados,
bandas criminales y similares, todos ellos armados con los “productos” que les
vendemos los muy civilizados países productores de armas, con tal número de
enfrentamientos y guerras tan permanentes que ya han dejado de ser noticia,
pero que han provocado, amén de muertes y dolor incalculable, que millones de
personas hayan tenido que abandonar sus hogares y sus países.
Es
un hecho constatado que multinacionales como Monsanto (Grupo Bayer) desarrollan
cultivos modificados genéticamente (OGM) y los herbicidas asociados a ellos
bajo el demagógico manto de que son necesarios para ayudar en la “alimentación
del mundo” y poner fin al hambre, pero la realidad es que contaminan el suelo y
el agua, reduciendo así el potencial de producir alimentos, comercializan
semillas modificadas genéticamente que no pueden guardarse, obligando a que los
agricultores tengan que adquirir año a año nuevas semillas, promueven los
monocultivos transgénicos dañando la biodiversidad y socavando la resistencia
de los cultivos locales de producción de alimentos, y ello amén de reducir la
mano de obra y expulsar de sus territorios a quienes sobrevivían en ellos.
Y
podríamos seguir poniendo ejemplos actuales de la presión que sufren los países
no industrializados, ejercida directamente por los industrializados, tales como
la tremenda desforestación para atender la demanda de madera de los países “civilizados”
en los que protegemos a los árboles. Las hambrunas que los biocombustibles
están provocando por las subidas en los precios de los productos agrícolas que
dificultan el acceso a los alimentos de las poblaciones más vulnerables. O el
apoyo a regímenes dictatoriales por conveniencias geopolíticas, económicas o
similares en los que se pisotean los derechos de la población; y un largo etc. Lo
que unido a una crisis climática que terminará provocando los mayores
desplazamientos de población conocidos en los últimos siglos, conforman un cóctel
explosivo del que hay que ser muy cínicos para no reconocer como barman creador
del mismo a los muy civilizados países del hemisferio norte, y todo ello sin
necesidad de recordar otras actuaciones de nuestra reciente historia con
relación a los daños ocasionados por la codiciosa colonización acometida por
los “países civilizados” y la no menos codiciosa, y no tan lejana,
descolonización.
Y
frente a esta realidad, todavía hay quienes se atreven a culpar de la llegada
de inmigrantes al “efecto llamada” de determinadas medidas o políticas en
materia migratoria, cuando de lo que deberíamos estar hablando es del “efecto expulsión”. Las personas no
abandonan sus hogares ni sus territorios de forma caprichosa. Las personas son
expulsadas, forzadas a abandonar sus viviendas, los lugares a los que tienen
apego, porque las condiciones de vida en esos territorios se vuelven
insoportables, porque con las condiciones que les hemos generado a través de
nuestra política industrial, mediante los conflictos armados que de una u otra
forma generamos o apoyamos, o a través de la necesidad de crecimiento continuo (única
fórmula en la que sustentamos nuestro desarrollo) estamos provocando la
expulsión de millones de personas de sus territorios a las que, cuando llaman a
nuestras puertas, les decimos que deben volver a sus países, aquellos que hemos
contribuido a desertizar, dejado yermos o en los que mantenemos conflictos
armados simplemente porque nos interesan sus riquezas naturales.
Hoy,
cuando la derecha mira a la ultraderecha en busca de soluciones y gran parte de
la izquierda habla de la inmigración como lo hace la derecha, es necesario
recordar que hay que ser muy cínico, aparte de muy poco empático, para hablar
de la inmigración como de un problema de los países de origen de los inmigrantes
y defender que la solución pasa por medidas militares y/o policiales, subir la
altura de las alambradas y/o los muros que separan las fronteras, etc. Hay que
ser muy perverso para negarles el futuro a los jóvenes que vienen a nuestro
país porque se lo hemos arrebatado en sus países de origen. Hay que ser más que
impúdico para defender el libre comercio, la libertad de tránsito mundial de
mercancías y capitales, pero no de las personas. Claro que tenemos que ayudar
en origen, pero la primera y urgente ayuda es dejar de crear las condiciones
que provocan las expulsiones de las personas de sus territorios y,
simultáneamente, reconocer nuestra responsabilidad en el problema que hemos
generado y, actuando como adultos responsables y humanitarios, acoger a los que
vienen.