Seguimos
financiando, metiendo dinero público en la bolsa de una organización religiosa
perteneciente a un estado extranjero, sin control de ningún tipo y sin que se
aviste en un horizonte cercano cambios reales
JOSE ANTONIO BOSCH – (Abogado)
26
de noviembre de 2019
Cuando
se promulgó la Constitución Española de 1978, yo era un joven ingenuo y llegué
a creer que del Nacionalcatolicismo en el que había nacido y sido educado, pasaría
a vivir en un Estado aconfesional; llegué a creer que, por fin, con algunos
siglos de diferencia con países de nuestro entorno, llegaba a España la
separación Iglesia-Estado, pero, más de cuarenta años después, sigo viviendo en
un país donde en muchas ocasiones la norma religiosa se nos sigue imponiendo a
la totalidad de la población, en un Estado donde los poderes públicos siguen
reconociendo privilegios a la Iglesia Católica y donde la separación Iglesia-Estado
es una simple quimera.
Hemos
vivido el mayor expolio urbanístico de la historia de España donde la Iglesia,
olvidando que su reino no es de este mundo, ha inmatriculado un pequeño lote de
más de treinta mil inmuebles entre los que se incluyen desde la Giralda de
Sevilla y el Patio de los Naranjos hasta corrales de pueblo, pasando por plazas
públicas, locales comerciales y todo un amplio muestrario de bienes inmuebles. Una
voraz y desenfrenada apropiación de inmuebles que ni el Nacionalcatolicismo
hubiese permitido.
Detrás
o delante de cada procesión, de cada santo o divinidad que procesiona por España
van cargos electos, representantes de administraciones presuntamente aconfesionales
que, sin embargo, se unen al cortejo para mayor gloria de una concreta
divinidad. En las mismas procesiones participan miembros de los Cuerpos y
Fuerzas de Seguridad del Estado o de las Fuerzas Armadas, institutos también
presuntamente aconfesionales soportados con el dinero de todos, creyentes y no
creyentes, para mayor realce de la cofradía o hermandad que organiza la
manifestación religiosa.
Administraciones
Públicas, Instituciones de todo tipo, Guardia Civil, Policía Nacional, y un
larguísimo etcétera de organizaciones supuestamente aconfesionales entre las que
hay que incluir corporaciones profesionales de colegiación obligatoria, se
encomiendan a una divinidad católica bajo la fórmula del patronazgo celebrando
de forma periódica ritos religiosos.
En
fechas recientes hemos podido conocer la indignación de los obispos, de los líderes
de algunos partidos y de asociaciones católicas, anunciando incluso las penas
del infierno, provocada por las declaraciones de la ministra señora Celaá sobre
la educación concertada. No les basta con que todos los ciudadanos paguemos la
educación religiosa de sus hijos; no les resulta suficiente que, con el dinero
de todos los ciudadanos incluidos el de aquéllos que no tenemos creencia
religiosa alguna, paguemos la religión en las escuelas, el adoctrinamiento de
sus hijos que ellos deberían realizar en sus hogares, sino que además exigen
que puedan escoger el colegio privado que les venga en gana, derecho que no se
me ocurriría negar a nadie, salvo que se quiera implementar con dinero público.
Si unos padres deciden llevar a su hijo, por ejemplo, a un colegio del Opus Dei
o de los Legionarios de Cristo, no tienen derecho alguno a exigirnos que contribuyamos
al pago a los que no tenemos creencia alguna.
En
algunos ayuntamientos se han aprobado recientemente subvenciones a
organizaciones antiaborto, organizaciones ultracatólicas, para financiar su
especial cruzada antiaborto frente a la que no tendría nada que decir, si no
fuera porque se hace con dinero público, para imponer una norma moral a
aquellas ciudadanas que, acogiéndose a una norma civil, a una ley, quieren
ejercitar su derecho a interrumpir su embarazo.
Y
podría seguir poniendo ejemplos hasta el hartazgo de como seguimos siendo
incapaces de separar la Iglesia del Estado; privilegios fiscales; como seguimos
financiando, metiendo dinero público en la bolsa de una organización religiosa
perteneciente a un estado extranjero, sin control de ningún tipo y sin que se
aviste en un horizonte cercano cambios reales; una larguísima lista de ejemplos
que nos sitúan muy lejos de un estado aconfesional, del Estado que acordamos en
1978.
Llaman
la atención los múltiples indicadores que, año tras año, muestran cómo se va
produciendo una disminución del número de fieles católicos: descenso de los
matrimonios religiosos, de los bautizos, de los funerales religiosos, del
número de monjas, de monjes, de sacerdotes, etc… y, pese a ello, los privilegios
de la Iglesia lejos de reducirse, se consolidan frente a la pasividad de todos
los partidos políticos incluidos los liberales y los de izquierdas.
Tuvimos
una Transición de la dictadura a la democracia, dicen que ejemplar, pero está
claro que nos faltó, entre otras cosas, el empuje y determinación de la Ilustración
de nuestros vecinos franceses o, quizás, se pagaron peajes ocultos que nunca
nos llegaron a confesar. Los más de cuarenta años transcurridos de
Constitución, en un momento en el que a todos se les llena la boca con el
constitucionalismo, deben de ayudarnos a separar definitivamente la Iglesia y el
Estado. Ha llegado el momento de que nos subamos al tren de la Historia, de que
definitivamente sea real y efectiva la separación Iglesia-Estado, de que se
ponga fin a los privilegios de la Iglesia, y de que se nos respete y trate, a
los que no tenemos creencia religiosa alguna, con la misma atención y cuidado
que exigen quienes profesan alguna religión, en resumen, de que se cumpla la
Constitución.