Francisco
Casero Rodríguez, presidente de la Fundación Savia
Isabel
de Haro Aramberri, economista, patrona de la Fundación Savia
6 de
abril de 2020
En estos
momentos en que exigimos una respuesta responsable y eficaz de toda la
estructura estatal, podemos preguntarnos de que medios dispone esta para hacer
frente a los desafíos que se afrontan. Los estados se financian a través de los
impuestos, que son uno de los principales instrumentos propios de la soberanía
estatal. Se pueden financiar también a través de la emisión de deuda, como los
ciudadanos o las empresas, pero obviamente, como ellos, deben ser capaces de
pagarla, y para ello descendiendo a nuestra realidad actual sólo disponemos de la
voluntad de plantear impuestos y de la capacidad de recaudación.
Somos un
país que tradicionalmente ha desconfiado del estado. Ha sido muy recientemente
en nuestra historia, con la democracia, cuando hemos empezado a disfrutar de
una organización estatal que asumía competencias y ofertaba servicios públicos
de calidad. Y se acompañó, en esos primeros albores, de la construcción de una
estructura estatal moderna, y por fin, de un nuevo marco fiscal con importantes
novedades. Pero no se ha sabido (¡querido?) ir adaptándolo a las crecientes
necesidades y particularidades productivas, y ya presenta muchos aspectos
obsoletos. A ello se ha unido el discurso económico dominante que aboga por una
“racionalización estatal” disminuyendo su peso en la economía y la consecuente reducción
de los impuestos.
Es muy
curioso que parte de este discurso y oleada liberalizadora provenga de países
del norte, con una estructura fiscal mucho más potente que la nuestra y con una
fuerte tradición de servicios públicos. Así, la recaudación por impuestos y
cotizaciones sociales ascendió de media en la UE a un 40,3 % del PIB (Eurostat,
datos 2018) mientras en España es del 35,4%, ocupando el lugar 18 entre los 28
de la UE. O sea que nuestro estado no posee (ni lo ha hecho en el tiempo) una
capacidad de gasto comparable a la de otros países europeos, lo que obviamente
explica carencias y desfases en nuestros servicios públicos, a pesar del enorme
avance que hemos experimentado desde nuestra entrada en un régimen democrático.
Los países con los porcentajes más elevados son Francia (48,4%), Bélgica
(47,5%), Italia (42%) y Alemania (40,5%). A la cola se sitúa Irlanda con un
23%, con un marco fiscal que atrae a grandes corporaciones, lo que también
hacen Holanda y Luxemburgo (aunque tienen porcentajes mas elevados por
recaudación de otras figuras) con prácticas de dumping fiscal que irritan profundamente
a sus socios europeos, ya que desvían hacia ellos recaudación nacional. También
a escala europea hay insolidaridad fiscal y habrá que abordarla y corregirla:
determinados países no están justificados para dar lecciones sobre “moralidad”
en la actuación de otros estados.
Hay que
destacar asimismo que no solo es importante la presión fiscal, el porcentaje de
recaudación respecto al PIB, sino como se distribuye la carga fiscal entre las
distintas figuras impositivas y como se van adaptando a las nuevas necesidades
y prioridades sociales. La recaudación media en la UE (año 2016) en base a
categorías impositivas fue un 34,8% por la imposición indirecta, un 34,1% por
la directa y un 31,1% de las cotizaciones sociales. Existe una cierta
heterogeneidad entre los países y destaca España por el mayor peso de las
cotizaciones sociales (un 35,4%) y menor de la recaudación por imposición
directa (31,4%).
Estos
datos globales esconden muchos aspectos relevantes del análisis impositivo. En
España reflejan la realidad de una economía sumergida más amplia que la media
europea y de un correlativo fraude fiscal en determinadas figuras (entre ellas
las relativas al consumo), así como las consecuencias de ciertas decisiones
fiscales en los últimos años. La imposición directa se ha ido haciendo menos
progresiva, tanto en el impuesto sobre la renta, como especialmente en el de
sociedades, destacando también el trato muy favorable a rentas, así como a
ingresos de capital muy elevados, justificándose en la competencia con otros
países y con espacios fiscalmente opacos, muy activos en esta época de liberalización
de flujos financieros.
La
imposición sobre el consumo, la indirecta, que es generalista y no tiene en
cuenta el nivel de renta, no ha integrado nuevas conductas y prioridades que
conforman las pautas de una sociedad más moderna, alimentación sana con un peso
cada vez mayor de productos ecológicos, bienes producidos de manera sostenible,
consumo de proximidad, consumos moderados de determinados bienes públicos, etc.
Por otro
lado los gravámenes sobre bienes patrimoniales son objeto de una competencia
feroz entre autonomías y no responden a enfoques progresivos.
Toda esta
evolución responde a una especie de mantra que se ha ido instalando en la
sociedad española y que ha sido recogida en general por las formaciones
políticas, ya de forma activa o permitiendo de facto una desregulación
impositiva: “la situación ideal es de la menor imposición posible”.
Pero el
famoso mantra no consigue responder a una obviedad: entonces ¿cómo se financia
la estructura estatal?
La
provisión de bienes públicos no es inmediata, como estamos comprobando con
sufrimiento en estos días. La inversión pública mantenida en el tiempo con un
buen sistema impositivo es la que sostiene la calidad de los servicios públicos
y su capacidad de reacción ante retos específicos.
Es
absolutamente cierto que nuestro sistema fiscal necesita una reforma en
profundidad y que hay que poner freno a comportamientos muy poco solidarios,
entre personas, territorios y países, pero hay que ser muy conscientes que una
hacienda robusta y efectiva es un instrumento muy poderoso de solidaridad,
seguridad y capacidad de acción.
Se lo
debemos a los que se están arriesgando por nosotros.