Antonio Aguilera Nieves
31 Mayo 2024
Hemos ganado. Aunque aún no lo sepamos.
Hemos ganado porque desde
hace más de una década el relato es otro. Desde el 2015, si consideramos como
referencia la Cumbre del Clima de París, las prioridades sociales han ajustado
su jerarquía, porque la conciencia global crece, es palpable en nuestro entorno
económico, político y afectivo. El cambio de sentir de los pueblos es la
semilla que hace que se pongan en marcha cambios de calado en el plano político
y económico.
Hace años que las políticas
están girando al verde, las empresas han migrado desde la responsabilidad social
corporativa hacia la sostenibilidad, hacia el compromiso con los territorios. Y
aunque aún los cambios son lentos, poco contundentes para los que estamos
esperándolos, existen desarrollos normativos impensables hace unos años, las
empresas están abocadas a ir mucho más allá del greenwashing[i] si quieren que sus
clientes las sigan sustentando. El término ecofriendly[ii] es un básico. El tráfico
aéreo está en cuestión. La cadena de valor alimentaria se está tensionando. Las
energías fósiles van caminando hacia la historia. El Papa Francisco escribió Laudato Si. Y todo, porque hemos
entendido que ajustar el impacto de la actividad humana a las dinámicas
naturales del planeta es la única manera de sobrevivir en el Antropoceno.
La crisis sanitaria del COVID19 fue otra vuelta de rosca al esquema de pensamiento. Se logró una cuestión que el pensamiento marxista considera impensable: parar la economía global por el bien común. Aprendimos también que de las crisis globales nadie está a salvo y que se sale antes y mejor si las desigualdades son menores y los recursos están más distribuidos.
No se acelera más el paso
hacia la llamada verdadera transición
verde porque la crisis climática es difusa, lo que hace que nadie se atreva
a tomar decisiones que son política y económicamente impopulares. Llegado el
caso en que se visualice la urgencia, existen mecanismos. Se puede activar la
premisa básica de que quien contamina paga, y obligar a los ricos a pagar la
transición ecológica. En materia financiera, la bancarrota no aplica para los Estados,
así que se podría utilizar la política monetaria como herramienta.
Con todo ello, el triunfo ya
está entre nosotros, la conciencia y preocupación es colectiva, algunos han
caído incluso en la ecoansiedad. En
sentido estricto, por la frustración de que sabemos que tenemos que hacerlo,
pero no lo abordamos de forma decidida. Falta un paso, propiciar que el
ciudadano medio urbano esté por la descarbonización efectiva. Con medidas
disuasorias ante la contaminación, incentivadoras ante unos hábitos saludables.
Es el Estado quien tiene la encomienda, impidiendo que se desarrollen
movimientos populistas que apelen a las conspiraciones globales, a la supuesta
demonización de la agenda totalitaria, de que hagan creer que otros deben cambiar,
pero nosotros no. Esa interesada división solo nos lleva a callejones sin
salida.
Cierto que el Estado, el Gobierno,
tendría más empuje verde si lo aupara un voto ecologista, pero por obvio, no
tiene que ser ese el camino más corto. El ecologismo, como dice Emilio
Santiago, antes de llegar a las estructuras tiene que ser la referencia visible
en el ámbito cultural, moral e intelectual. Dejar de ser una corriente más, y
pasar a ser el esquema de vertebración social, económico y ambiental. Dejar
atrás, por fin, el modelo neoliberal que es hoy ya un muerto viviente. La conciencia
ecologista para una transformación real debe ser colectiva, de los Pueblos. A
estas alturas ya no nos sirven Thoreaus que se enfaden con el mundo, apóstoles
con un puñado de seguidores, ni tan siquiera grupos que encuentran en las
denuncias y las manifestaciones sus únicas posibles líneas de acción para
llamar la atención sobre los problemas. Entender la realidad global es
reconocer que, como Jonás, vivimos en la ballena y que la supervivencia de
ella, es la nuestra. Hace falta colectividad, debe percibirse el ecologismo
como una vía de soberanía social. El ecologismo está llamado a jugar un papel,
avanzado el siglo XXI, similar al que en otros tiempos jugaron procesos
emancipatorios como la abolición de la esclavitud, la lucha sindicalista o el
sufragio universal.
Un proceso que es, por
naturaleza, descentralizador en la medida en que la sostenibilidad se logra en
términos de proximidad, en la medida en que se refuerza la democracia mediante
proceso de implicación individual y colectiva y, en la medida en que tenemos
que estar más cohesionados, mediante vínculos afectivos y de pertenencia. La
palanca del ecologismo transformador es la generación de confianza en la
enunciación de un futuro deseable, esperanzador, factible, en el que no solo
quepamos todos, sino que sólo será posible si todos participamos.