Antonio
Aguilera Nieves
3 de septiembre de 2024
Habíamos recorrido gran
parte de la llanura del Serengueti durante toda la jornada. Cuando llegamos a
una zona habilitada para acampar, algunos se pusieron a montar las tiendas,
otros a buscar rápidamente la ducha al aire libre, habilitada cerca del
depósito de agua, para zafarse del polvo que se incrusta en la piel. Yo, seguía
mirando pájaros cuando se armó un enorme revuelo. Alguno corría con la toalla
como taparrabos. Un gran elefante había acudido al olor del agua, se había
metido en medio del campamento y había hecho suya el agua, toda.
Esa es la primera cara de un
elefante. Tiene una fuerza natural con la que puede aplastarte, sin pensar siquiera
en proponérselo. Sólo por conseguir lo que busca. La subida de los precios de
productos básicos tiene el mismo efecto. Se lleva por delante lo que haga
falta. Así ha ocurrido con el precio del aceite de oliva. La subida de precio de
los últimos meses ha hecho descender el consumo a niveles catastróficos,
generando además un cambio de hábitos de consumo de muy difícil corrección.
Lo habitual es ver a los elefantes desde lejos, calmados, paseando, comiendo. Son moles que se mueven despacio, sus movimientos son bastante predecibles. Por eso se hace el símil con las grandes corporaciones, se dicen que son como elefantes, se mueven lentas, tardan en reaccionar. Parecen ir siempre dos pasos por detrás de la innovación.
Ante una primavera del 2024
algo más generosa que anuncia mejoras en la cosecha, el sector del aceite de
oliva se aventuró a decir que en unos meses podríamos ver un pequeño descenso
del precio. El elefante que se mueve lento, pero que sabe que un apunte de
buenas noticias hará mantener el consumo y mientras, se podrán mantener los
márgenes comerciales, tirando de las reservas. Pero el consumidor sigue viendo
precios elevados en las estanterías, no compra.
El plano más interesante del
elefante, la tercera mirada, es cuando lo metemos en una habitación y nadie
parece verlo, nadie lo nombra. Eso ocurre con la terrible injusticia de marcar
con el mismo precio a todo el aceite de oliva. Obviando que no se están
siguiendo los criterios básicos de fijación de precios de producto a partir de
una distribución de costes y beneficios a lo largo de toda la cadena de valor
que garantice una adecuada renta al productor y un precio asequible y justo al
consumidor. La realidad actual es que, con el precio del aceite que manejamos,
los productores de intensivo están atesorando beneficios y los pequeños
agricultores serranos están cambiando el dinero, o perdiéndolo.
Nadie parece querer
reconocer que los costes de producción se cuadriplican en los olivares de
montaña respecto a los olivares superintensivos mecanizados de regadío. Que los
patrones ambientales son realmente diferentes y habría que contemplarlo en las
ayudas públicas, autorizaciones y fiscalización. Que la del olivo es una
cultura indisolublemente asociada al devenir de comarcas enteras, al tejido
cooperativo y la estructura social.
El precio del aceite de
oliva es un elefante que está aplastando a un tejido productivo y social cuya
única salida es caer en manos de la agricultura industrial. Es un elefante que
está asustando a quien lo mantiene, que son los consumidores. Es un elefante al
que se le están volviendo los pies de barro.
La medida anunciada por el
gobierno de anular primero, y reducir el IVA del aceite de oliva después, es
meramente cosmética, que viene a responder a que exista la impresión de que se
está haciendo algo, pero sin que se asuste el elefante. Dejar que pase el
tiempo y se vayan ajustando los resortes del mercado en una suerte de
liberalismo muy mal entendido, en la medida en que no estamos hablando solo, ni
mucho menos, del PVP de otro producto más, sino de un cultivo que, según datos
del Ministerio de Agricultura, cuenta con 2,75 millones de hectáreas en España,
que producen el 70 % de la UE y el 45 % de la producción mundial. Más de
350.000 agricultores se dedican al olivar, genera 32 millones de jornales y
15.000 empleos en la industria.
El reto de la próxima década
es lograr una cadena de valor alimentaria justa, sostenible, saludable. Para
ello hay que reconocer que, como aquel gran mito de Jonás, sólo cuando asumamos
que vivimos dentro de la ballena, o del elefante, pondremos en marcha las
medidas necesarias para romper el sinsentido que hemos creado nosotros mismos.
La fijación del precio del
aceite atendiendo a unos mecanismos ajenos a su propia cadena de generación de
valor está abocando a la desaparición de un modo de cultivo y de manejo del
territorio milenario, que ha permitido la vida en media España y hoy no ofrece
rentas dignas a los pequeños agricultores de sierra y de secano, justo los que
necesitamos todos para el mantenimiento de la dinámica natural del territorio.
Una cadena de valor que está expulsando del mercado a consumidores, que en 2023
han soportado un aumento de los precios del 24 %, a lo que hay que añadir un 6 %
de inflación en los alimentos. Unos consumidores a los que se les venía
educando durante años en las propiedades saludables y culinarias del aceite de
oliva virgen extra, que se están yendo a productos sustitutivos. Esta, es una
cadena de valor, por definición económica, social y ambiental, injusta,
insolidaria, insostenible, insana.
El caso del aceite es
paradigmático y doloroso en Andalucía, en la Península Ibérica y en todo el
arco mediterráneo. No es un caso aislado. En realidad, es un modelo que se
replica en la mayor parte de los productos alimenticios: escasas rentas a los
productores, altos precios a los consumidores, acaparamiento de poder y
beneficios en los eslabones intermedios, copados por distribuidores, grandes
corporaciones cuyo negocio no es alimentar a la población de manera asequible y
saludable sino vender productos.
El sistema alimentario,
junto al energético, son los pilares del funcionamiento del mundo. Cuando se
pregunta a los científicos sobre qué es lo que más les preocupa del cambio
climático, cuál creen que será el factor que haga colapsar el sistema, todos
coinciden que es el acceso al agua potable y los alimentos. En los foros de
alto nivel existe una sentencia en la que todos coinciden: quien controla el
hambre, controla los pueblos.
El elefante nos asusta, nos
aplasta. Tenemos que hacer visible el elefante en la habitación del sistema
actual de fijación de precios de los alimentos, porque es desequilibrado y
artificial. No ofrece rentas dignas a los agricultores y precios justos a los
consumidores, como está dicho antes. Pero tampoco está contemplando los costes
de contaminación y reposición que generan ciertos sistemas productivos
industriales, no se están valorando los costes de oportunidad de utilización de
recursos básicos, de bienes públicos que son de todos y están sirviendo para
enriquecer a unos pocos. Un sistema que ya está generando alimentos para la
población que habrá en 2.060 pero que tratan de hacernos creer que hay que
seguir aumentando producción mientras se tira más del 30 % de lo producido. Un
modelo al que le interesa que viajen los productos muchos miles de kilómetros,
para alimentar al ogro del transporte mundial y el cambio climático. Un sistema
que está acabando con el 85 % de la biodiversidad domesticada porque el acceso a
las semillas y fertilizantes está copado por un puñado de multinacionales que
utilizan a los agricultores y ganaderos como maquila y a las personas como
compradores sin rostro.
Mover al elefante no es
fácil, pero es el único camino. Tenemos que revisar la estructura y los
mecanismos de fijación del precio de los alimentos. Haciendo que afloren las
trampas en las que estamos metidos. Poniendo freno a un desequilibrio de poder
que sigue aumentando hoy y al que los gobiernos no están sabiendo poner freno.
Las normas, las leyes deben ser las reglas de juego que permitan un progreso
colectivo, justo, que minore desigualdades, y en estos tiempos, que ayuden al
arraigo de las poblaciones a sus territorios, frene el cambio climático y
alimente de forma saludable a una población cada vez más ajena a los procesos
productivos. La tercera década del siglo XXI nos ofrece una realidad que
evidencia la obsolescencia de las reglas del juego que nos pusimos décadas atrás.
Que se mueva el elefante, por nuestro bien.