Juan Manuel Valencia
Rodríguez
6
de mayo de 2025
Hemos asistido en las últimas semanas al bochornoso espectáculo de una TVE pública convertida poco menos que en emisora del Vaticano, dedicada no ya a dar cuenta de una noticia de relieve, sino al elogio sin medida del fallecido papa Francisco, con seguimiento de todos los pormenores del evento en amplísimos espacios informativos. Se trata de un atropello evidente de la aconfesionalidad del Estado dispuesta en el artículo 16.3 de la Constitución, que desborda en mucho lo también allí establecido sobre mantener “relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
Tal panorama propagandístico, ya que no informativo, nos mueve a abordar aquí dos temas que son permanentemente marginados de la agenda política y del debate público: República y Estado laico. Asuntos ambos que suelen despacharse con un “esto no toca ahora”. Las consecuencias de esta ausencia habitual son mucho más profundas y perjudiciales para la “cosa pública” de lo que podría pensarse.
El
pasado 11 de abril tuvo lugar en la sala “Ernest Lluch” del Congreso de los
Diputados un Encuentro de Ateneos, organizaciones y colectivos republicanos de
toda España, del que da cuenta la imagen de cabecera de esta entrada. Con el
propósito de aunar esfuerzos en la tarea pedagógica y cultural que define a los
Ateneos, de difusión de la historia, los valores y principios republicanos, se
acordó fundar la Coordinadora Republicana de Entidades y Ateneos (CREA).
El Encuentro consideró asimismo la necesidad de abrir un proceso
constituyente en el cual pueda ejercerse la soberanía popular en la
elección de la forma de gobierno que la población desee para España. Con tal
fin, se promoverá la formación de una Comisión de Expertos para elaborar y
someter a la discusión de la ciudadanía un proyecto de Constitución de la III
República española.
¿Por qué una República?
Hay
razones históricas y actuales para defender la opción republicana.
En
primer lugar, el concepto de democracia es en su raíz incompatible con la
institución monárquica, pues en ella la más alta magistratura del Estado queda
al margen de la soberanía popular, al quedar la ciudadanía imposibilitada de
intervenir en la designación de la Jefatura del Estado. La monarquía es
asimismo incompatible con la noción de igualdad: presupone que existe una
familia más digna, al parecer, que la de usted o la mía para ejercer la más
alta representación del país. ¡Quién lo diría, si echamos un ligero vistazo al
comportamiento personal y político que han mostrado la mayoría de los Borbones
a los que el pueblo español ha tenido que sufrir desde 1700! La Monarquía es una forma de gobierno
anacrónica, herencia de
sociedades elitistas anteriores a la época democrática, y que se fundamenta en el principio
de superioridad de una familia sobre las demás.
Considerada
desde nuestra historia reciente, la monarquía actual tiene en su vergonzoso origen
una carencia evidente de legitimidad, al surgir, por voluntad y como heredera
de Franco, de una sublevación militar y una dictadura que acabó con el régimen
legítimo de la II República y privó durante décadas de libertad a la población.
Algunos argumentan que sí existe esa legitimidad, al aprobar el pueblo español
en referéndum la Constitución de 1978, que instituye la Monarquía parlamentaria
como forma política del Estado en la persona de Juan Carlos I de Borbón, de
quien se dice es “legítimo heredero de la dinastía histórica”, si bien todos
sabemos que su padre tuvo que renunciar a sus derechos de manera forzosa (el 14
de mayo de 1977), un año y medio después de que Juan Carlos fuera proclamado
rey por las Cortes franquistas y antes de que tuviéramos una Constitución. La
ciudadanía sólo pudo decidir si aprobaba o no la Constitución en bloque, y
lógicamente voto que sí porque no se le ofrecía otra salida de la dictadura, pero
no tuvo la posibilidad de decidir si quería el restablecimiento del régimen
legítimo de la República, derribado sólo por la fuerza de las armas del
fascismo español e internacional. El propio Santiago Carrillo se lo confesó al
Comité Central del PCE tras una larga conversación con Adolfo Suárez: “Señores, la monarquía no se puede
discutir. Si no nos comprometemos a sacar adelante la monarquía, se aborta el
proceso constituyente” (1).
La
Transición se consumó, pues, en la dirección que impusieron los reformistas
salidos del franquismo. La izquierda parlamentaria consideró que la correlación
de fuerzas no daba para un cambio más profundo y democrático, con lo cual
permanecieron indemnes muchos de los aparatos de poder de la dictadura
franquista, incluida la monarquía que nos había legado. Pero después, incluso
cuando pudo hacerse, con gobiernos en mayoría absoluta del PSOE, no se revisó
esta cuestión, la ciudadanía continuó sin poder decidir específicamente si
quería una monarquía o una república, y así se ha seguido haciendo durante
otros gobiernos socialistas aun en momentos de evidente desprestigio social de
la institución por las tropelías diversas del “sin mérito”, Juan Carlos. Con lo
cual, resulta que un partido que se dice republicano como el PSOE se ha erigido
en el más firme sostén de una Monarquía que se ha convertido, en palabras del
prestigioso constitucionalista Javier Pérez Royo, en la “clave de bóveda” que
sostiene un sistema político cerrado, incapaz de renovar su legitimidad, impermeable
a cualquier cambio constitucional no pactado entre las altas esferas del poder
económico y político.
La
República por sí sola no resolverá los problemas de las personas, pero al menos
en ella todos los representantes del pueblo son elegidos en virtud de la
soberanía popular. El Ateneo Republicano de Andalucía, en sus Estatutos, define
algunos elementos de interés en la definición de la República que queremos: la concebimos
como un Estado social, profunda mente democrático e igualitario, que reconozca
las identidades de las nacionalidades y los pueblos
y su capacidad de autogobierno, en la forma en que lo determine la voluntad
mayoritaria de la ciudadanía a través de un proceso
constituyente que nos conduzca a una Constitución republicana. Los valores republicanos que inspiran
ese concepto de República son: la
igualdad, la defensa de los derechos de la mujer, la construcción de una comunidad de personas libres, iguales e independientes, que
trabajan de manera solidaria por el bien común, la felicidad, la justicia y la paz. Una
idea más profunda
de lo que es la democracia, en la que se estimule la participación
política de la ciudadanía más allá de las convocatorias electorales, otorgándole voz y voto mediante
referéndums y consultas
sobre aquellas decisiones claves que afecten a la comunidad. Una
República que declare su amor a la Naturaleza y trabaje por la preservación del
medio natural, hoy gravísimamente amenazado. Que, contra la corrupción, practique
la transparencia. Que asegure la libertad, la tolerancia y los Derechos
Humanos, entre ellos el derecho a la
memoria, justicia y reparación de todas las víctimas del franquismo.
Un Estado que reconozca y respete
la variedad y pluralidad de identidades de género o
sexual. Que preste una atención preferente al Bienestar Social
de la población, en especial
de los sectores más desfavorecidos. Una República que defienda los servicios públicos y establezca un sistema fiscal
justo y progresivo que asegure su sostenimiento.
Una República en la que Andalucía debe ser reconocida como sujeto político por
sí misma, como nacionalidad histórica y con capacidad
real de autogobierno.
Y,
desde luego, una República que ha de constituirse necesariamente como un Estado Laico, en
el que exista una separación estricta
entre las religiones y el Estado, entre los asuntos públicos que afectan
a toda la ciudadanía, y los sentimientos y creencias religiosas, que corresponden a la conciencia
individual de cada persona. El laicismo es el principio más democrático de
convivencia, en una sociedad que es diversa, en cuanto que defiende la libertad de conciencia y pensamiento de las personas, la libertad de religión
y de culto de los creyentes. Pero entiende que ha de suprimirse la financiación pública
de todas las religiones,
porque el Estado es de todos, de los no creyentes y de los creyentes de todas
las confesiones.
La Monarquía ha tenido siempre
vínculos estrechos con la Iglesia católica, en beneficio de ambas, y la supuesta
aconfesionalidad de la vigente Constitución monárquica queda desmentida repetidamente por la financiación de la Iglesia
católica a través
de los impuestos recaudados por el Estado,
la tolerancia con las inmatriculaciones de bienes
públicos perpetradas por la jerarquía católica (el mayor expolio al patrimonio
público de la Historia de España), el
sostenimiento de los colegios religiosos a través de la enseñanza concertada
(instituida por el gobierno del PSOE de Felipe González en 1985, con la LODE), la no denuncia ni supresión de los Acuerdos con el Vaticano de 1979, la participación oficial de cargos públicos
y fuerzas de seguridad del Estado en actos religiosos, etc. El mantenimiento de estas bases de
poder financiero e ideológico de la Iglesia católica es una pesada rémora que
contribuye de manera decisiva a moldear una mentalidad social profundamente
reaccionaria. Las fuerzas progresistas no pueden ignorarlo y seguir sin actuar
ante este problema.
Por todo ello, decimos: para avanzar, sí, toca ya hablar de República y de Estado laico.
NOTAS: