Cristina Ruiz-Cortina Sierra. Geógrafa.
6 de
junio de 2025
Yo he conocido esas calles bulliciosas, con hermosos flamboyanes
a cuya sombra se sentaba la gente en los veranos. Como un soplo de aire fresco,
un repartidor de butano, con un
carrito empujado por un burro, se anunciaba por megafonía con el “Para Elisa”
de Beethoven. El aire fresco de la mañana se
llevaba el bullicio de la gente con esa melodía que, cada día, alegraba
las calles. Yo he conocido esas calles llenas de luz.
He conocido las mezquitas y las iglesias de Gaza. San Porfirio está enterrado en Gaza. A la viejísima
iglesia había que entrar por el coro pues la nave había quedado semienterrada
en las volubles arenas de Gaza. Es de una riqueza ascética y comedida, con
grandes pinturas y poderosas columnas que, en los últimos meses, da alojamiento a cualquier vecino que hubiera
perdido su casa o buscara un lugar, creando
comunidad y sentimiento de pertenencia entre
el horror de las bombas.
Allí mismo, en esos paupérrimos campos de refugiados, muchos niños y niñas deambulaban descalzos por las calles y se calentaban junto a la lumbre improvisada de un poco de leña arrimada a
los portales.
Alguien me tomó una fotografía en la que estoy sentada en una silla de plástico
escribiendo en mis cuadernos los testimonios que me habían contado, los datos
que iba recogiendo, la impresionante visión de las ruinas que tenía delante.
Varios niños están a mi alrededor, miran al fotógrafo y miran mis cuadernos. Uno de ellos se apoya en uno de los brazos de la silla y da saltitos nerviosamente. El viento me
despeina y me dificulta la visión de lo que escribo. Llevo, en
ese momento, todo el día trabajando. Cada foto que veo con niños es una pregunta
sin respuesta: dónde están, qué ha sido de ellos, si es que aún siguen con vida esos niños. Sobre
todo, si aún siguen vivos.
He estado dentro de esos altos edificios que, golpeados por
bombas “made in U.S.A.”, caen ante las alucinadas
cámaras de TV. He subido sorteando los recodos de las oscuras escaleras
que ya entonces carecían de luz
eléctrica por el asedio de Israel.
Conozco a la gente que vivía allí, los pequeños
tesoros de sus casas, los
grandes tesoros de sus vidas y sus recuerdos.
Hace años las niñas estudiaban en casa con sus abrigos, pues no había luz, ni calefacción, nada.
Subir cada uno de los escalones hasta arriba era una tortura cotidiana, un
castigo de Israel como tantos otros que iba imponiendo a la población. El
sadismo de la ocupación se intensifica y se sigue demostrando cada día. No hay
horror que no pruebe el ejército de ocupación.
He visto crecer a los hijos de mis amigos de Gaza. Mis
pensamientos vuelan constantemente hacia ellos. Sus recuerdos, sus juegos, las
comidas compartidas, solo consiguen atormentarme el ánimo. Solo puedo escribir porque no sé qué hacer.
Jawdat atesoró durante toda su vida restos arqueológicos que iba
encontrando por Palestina. El día que visité su hermoso museo, caía una
tormenta bíblica sobre el Mediterráneo oriental. El aire sabía a sal y el cielo
estaba negro. Para variar,
Israel había cortado
el suministro de luz y de combustible. Allí nada era fácil nunca, pero
Jawdat era sobre todo un optimista que creyó que, con el fin de las colonias en Gaza, había una oportunidad allí de reconstrucción, de inversión, de vida digna. En 2008
financió la construcción del museo en Gaza y donó toda
su colección. Me veía rodeada de hermosas antigüedades primorosamente expuestas. Nos calentábamos
alrededor de un brasero de carbón y
susurrábamos en la semioscuridad palabras de confianza y también de admiración
no solo por la colección, sino por la hermosa construcción que la albergaba. La
gente ha luchado denodadamente para dignificar su vida y la de su pueblo.
Hace poco he visto a Jawdat en la TV. Cada vez que veo a alguien
conocido, me invade la desazón y Jawdat, un hombre de una humanidad tan enorme
como sus sueños, había perdido la luz de sus ojos, el gesto animoso, la sonrisa
que aún bajo el embargo
y en la oscuridad de Gaza, mantenía: el museo, con todas sus
antigüedades, había sufrido el mismo final que la gran mezquita del siglo V, el Palacio del Pachá otomano, el
antiguo puerto de Anthedon. Jawdat es solo una pequeña historia dentro del
genocidio cultural de Palestina.
Y escribo:
Los israelíes son
asesinos; los colonos
son asesinos callejeros, malhechores, la escoria de una sociedad
enferma, gente sin más ley que el palo o el arma que llevan. Como dice Norman Finkelstein, éste no es un crimen de
Estado, sino un crimen nacional, avalado por las calmadas conciencias de los
ciudadanos israelíes.
Las sinagogas están calladas y sus puertas cerradas a la razón.
Parece que también estos “hombres
santos” avalan la destrucción y el
asesinato.
Los
hippies que antaño ocuparon algunas aldeas históricas palestinas, como la hermosa Jaffa o Ein Hud, siguen
catatónicos pintando cuadros floridos sin mirar
por las ventanas; ajenos a la negritud de sus almas.
El ejército es una banda de salteadores y asesinos. Busco
calificativos, pero es imposible, no
existen; hay que crearlos para ellos.
En Israel, la izquierda de la Internacional Socialista, no dice
nada; de hecho ya no existe. Tampoco la Internacional Socialista dice nada.
La
derecha “moderada”, que allanó el camino a esta desolación, se da ahora patéticos golpes de pecho, como si la cosa
no fuera con ellos.
En Gaza, donde en el momento de escribir esto la cifra de
setenta mil muertos se ha sobrepasado, han desaparecido los flamboyanes, las
casas, los talleres, las escuelas, los hospitales, los museos y las alamedas.
Y, un terrible día, también desaparecieron las panaderías.
¡¡¡Y no
grita el mundo!!! Los gobernantes del mundo han establecido la doble vara de
medir: Unas guerras son más importantes que otras; unas
víctimas valen más que otras. La guerra palestina es como la otra cara de la luna: nadie la ve. Y eso que aparece cada día en
la televisión.
Cuando todos estén muertos, los dirigentes de Occidente querrán
hacernos creer que lloran; cuando todos hayan muerto, querrán revisar la
historia, salvarse ellos mismos con
algunas recriminaciones a destiempo.
Cuando sea demasiado tarde, querrán hacer algo. Pero yo digo:
Tiraron veinte casas y mataron a cincuenta personas, y no
dijeron nada. Tiraron el aeropuerto que pagamos los europeos, y no se dijo
nada.
Crecieron los asentamientos ilegales
en Cisjordania construidos
sobre tierras robadas a los
palestinos, y todo seguía igual.
Construyeron el muro ilegal, y todos se callaron. Hicieron de Jerusalén su capital, y nadie mudó el
gesto.
Ni
cuando las distintas operaciones militares mataban a miles de palestinos,
Ni cuando los miles fueron
decenas de miles,
dijeron nada.
Unos
tanques arrasaron el campo de refugiados de Jenin y expulsaron a cuarenta mil personas, y no dijeron nada.
Primero le retiraron la financiación y luego expulsaron a la
UNRWA, y no pasó nada.
Acusan
a los organismos internacionales de comunistas y antisemitas, y no hacen valer
argumentos de justicia.
Pero antes, mucho antes, la Franja de Gaza estaba cerrada y la
ayuda humanitaria entraba contada,
pesada, medida: sobrevivir en la indigencia. Un dirigente israelí se permitió decir que no quería matarlos, solo
hacerles adelgazar. Nadie, en el
universo de “valores” de Occidente, respondió
a semejante brutalidad y cinismo asesino.
Europa
siempre “entendió” el mensaje de Israel y replegaba sus intenciones para “no
dañar las relaciones”. Nunca cuestionó el Acuerdo de Comercio Preferente con Israel, a pesar de que su mantenimiento está vinculado al respeto a los derechos humanos.
Llevan Europa y Estados Unidos calculando las palabras
de condena, para que no se duelan los asesinos,
ya más de setenta años. En ese
peligroso equilibrio de funambulistas
expertos dejan al mundo desamparado, porque su
indiferencia frente al genocidio les condenará a ser algo más que
cómplices.
Han
cerrado las panaderías, no hay alimentos, no
hay agua limpia. Y, una y otra vez, les piden que abandonen las ruinas de lo
que fueron sus casas. Cuando la
gente, cargando con los vivos y los muertos, no pueda moverse, caerán exánimes por los caminos
ante la enésima orden de desalojo, ¿no sería mejor llamarlo expulsión?
Morirán en silencio,
las madres junto a los niños, los padres aún intentando llevar la carga de las pocas cosas que les
quedan. Pienso en las estadísticas que se nos escapan entre los dedos: en Gaza,
cada día, un niño o una niña es amputado como consecuencia de esta guerra.
¿Pueden seguir este juego macabro de ir y venir para intentar salvarse,
sin una pierna, con el trauma del dolor,
sin comida, ni agua, ni medicamentos? ¿Qué especie de sadismo criminal se ha apoderado de la sociedad israelí que permite todo esto sin pestañear?
Espero solo que los asesinos
tengan una vida larga llena de dolor y desesperanza, sepultados
en las cárceles. Les deseo lo peor para los años venideros, porque si no fuera así, este mundo se habría
convertido en una jungla inhabitable.
Y porque creo que en el mundo no hay lugares apartados donde el
respeto a la vida y a los derechos
humanos no sea de rigurosa aplicación, también espero que cada uno de nuestros dirigentes muera de
remordimiento y vergüenza. Que no
levanten la cabeza, que no puedan sonreír más.
Y que la historia no tenga piedad con ninguno
de ellos.
****
He vomitado toda mi cólera; aún debo pensar; no excluirme ni
exculparme: el simple dolor no me salvará. El horror traspasa las puertas de mi
casa y me habita. Me horrorizo yo misma, incapaz de hacer algo tangible
que marque alguna diferencia.
Soy una mujer sentada ante un ordenador al que no le faltará la energía para funcionar.
Vivo en una casa que no será bombardeada.
Por la ventana no escucho tanques, ni bombas ni el incesante
ruido de los drones: en estas horas de la tarde son los mirlos los que
acompañan el lento caminar del sol
hacia el ocaso más allá de las montañas.
Tampoco parece que nada perturbará mi primavera, que transita
por el año, y con el permiso del
cambio climático, más o menos según lo acordado. No hay tanques que arranquen
nuestros olivos, no hay colonos que ocupen nuestras moradas.
Siento que yo soy también parte del problema, del silencio de
Occidente, del mutismo universal ante
las atrocidades de Israel, porque, con las fuerzas que me quedan, debería
afrontar, primero, mi falta de pasión, compasión y compromiso, y segundo, haber
olvidado que no podremos vivir sin los otros, que sus muertes son nuestras
muertes morales, y que no podremos nunca mirarles
a la cara. Quizás tampoco mirarnos a nosotros mismos.
¡Si es que no somos capaces de parar este genocidio!
Palestine. Stanford's London Atlas of Universal Geography "Whitehall" Edition,1926. © David Rumsey Map Collection