Vientos de Cambio Justo

viernes, 8 de diciembre de 2023

FABRICAR POBREZA

19 mayo 2018 web de Economía y Futuro

Antonio Aguilera Nieves

8 de diciembre de 2023

Llamó mi atención la sentencia de una responsable de un partido político: “la izquierda necesita fabricar pobreza para tener alguien a quien dar ayuda”. Me llamó poderosamente la atención e hice una búsqueda. Encontré varias referencias, no era la primera vez que utilizaba la expresión, ni la segunda, ni la tercera. Resulta que es uno de esos mantras que puede que, a base de repetirlo, algunos acabarán creyendo.

La acusación es en sí misma una frivolidad y una irresponsabilidad que no puede partir de gente al mando de instituciones, es un populismo insultante, denigrante. No podemos permitir que todo valga.

Quizás yo le haga un flaco favor a la causa dando recorrido a esas palabras que tienen como único objetivo desprestigiar a las opciones políticas progresistas, pero en esto de la disputa política no todo puede valer. Merece la pena profundizar en el sentido y objetivo de esos argumentos, y también echar un vistazo a los puntos de partida. Analizar de dónde parten esas ideas, porque, puede ser que no sean simplemente una desfachatez, sino al contrario, un tiro en el pie a todos aquellos que por su holgada condición económica se piensen mejores.

Siempre es útil escarbar en eso de mantener o eliminar desigualdades. En eso de dar limosna o arremangarse. En eso de dar un pez o enseñar a pescar. En eso de sentir como propio el dolor ajeno. Todos planos de una misma realidad. Porque en el sustrato de ello se encuentra la propia creación del Estado y la justicia; para defender a los débiles de los que tienen posiciones más privilegiadas, y por tanto, el poder.

Es la misma raíz que ha dado lugar a tantas políticas públicas sociales desplegadas a partir del siglo XX y que de forma muy abierta ha dado en llamarse Estado del bienestar. Ese en el que durante los primeros años de la nueva democracia española un par de generaciones abrazó como el ascensor que permitía esa ansiada mejora de vida sustentada en la meritocracia y los servicios públicos igualitarios.

Es cierto que a menudo la izquierda (en sentido amplio), los movimientos progresistas, se han atribuido el mérito de la existencia del Estado del bienestar, y es cierto que lo han empujado y defendido encarecidamente, pero el origen y motivación del concepto es mucho más conservador, parte de hecho del más clásico pensamiento democristiano.

En 1879, Otto von Bismarck, el primer canciller de la Alemania unificada, prescindió de los liberales, que eran sus antiguos socios de coalición desde la unificación en 1871 y creó un nuevo bloque de poder proteccionista al lograr que los Junkers (la nobleza terrateniente) aceptaran la protección arancelaria para las industrias pesadas renanas como la del hierro y el acero. Para lograrlo, ofreció a los Junkers protección arancelaria contra los cereales más baratos procedentes de Estados Unidos.

La alianza entre los productores de hierro y centeno en Alemania, sustentada por el Canciller de Hierro, propulsó la economía alemana. Las jóvenes industrias germanas superaron a las británicas. Se creó el mito de la locomotora alemana. Eso tuvo su aspecto negativo porque supuso también el encarecimiento de los alimentos en Alemania debido a la ruptura de los tratados de libre comercio.

Bismarck no se limitó al desarrollo de la industria pesada como fuerza generadora de riqueza. Sabía que era imprescindible una mano de obra que se alineara con la causa. Bismarck introdujo un programa de seguros públicos, el primero del mundo, que protegía a los trabajadores de los accidentes laborales. En 1883 introdujo un seguro médico público y en 1889 una pensión pública. Ninguna de esas medidas tenía precedente en el mundo. Más adelante, en 1927, se introduciría el seguro de desempleo.

Estas medidas, ampliadas y actualizadas, constituyen el sustento del modelo de Estado del bienestar, y fue llevado a la práctica por el gobierno conservador de Bismarck en Alemania. En contra de lo que muchos dan por hecho, el Estado del bienestar no fue creado por el grupo de los progresistas europeos, el grupo del New Deal norteamericano, el partido laboralista británico, ni siquiera por los socialdemócratas escandinavos: fue el archiconservador Bismarck quien primero lo diseñó y lo puso en marcha.

Lo hizo porque era muy consciente de que si no se protegía a los trabajadores de los avatares fundamentales de la vida (enfermedad, vejez, desempleo, accidente, etc.), estos se verían llamados por los mensajes del socialismo. En otras palabras, Otto von Bismarck creó el Estado del bienestar como muro de defensa ante el propio socialismo.

Entendido el mensaje, en esos momentos los partidos socialistas alemanes se opusieron al Estado del bienestar, argumentando que era una ruin forma del naciente capitalismo neoliberal de comprar la voluntad de los trabajadores.

Llegó la Gran Guerra, tras ella la Gran Depresión, y las posturas se fueron acercando y asimilando en las diversas familias políticas hasta llegar a un punto de encuentro en el que se entendió que dar seguridad a los ciudadanos era una cuestión clave para mantener la estabilidad sistémica.

No sólo hay confusión en cuanto al origen del concepto y puesta en funcionamiento del Estado del bienestar, algo sobre la que habría que hacer una llamada de atención a aquellos que hablan mezquinamente de la idea de “fabricar pobreza”. También existe barullo respecto al propio sentido del Estado del bienestar, que está en las antípodas, en mi opinión, de dar cosas gratis a los pobres (ayudas, subsidios, vivienda, asistencia sanitaria, educación…) a partir de los impuestos que pagan los ricos. En Gran Bretaña esta idea ha generado el concepto de “welfare scroungers”, los gorrones del bienestar, para generar una corriente de xenofobia a los beneficiarios de ciertas prestaciones sociales. Algunos de esos mensajes los están cogiendo con la máxima alegría la extrema derecha en España y Andalucía.

Es fundamental considerar que, de todas las prestaciones enmarcadas en las políticas de mitigación de la desigualdad, ninguna de ellas es gratuita. El Estado tiene mecanismos para recaudar de forma transversal y con equidad. Desde luego que el sistema fiscal español requiere modernización y mejora, pero ya existen las aportaciones que todos hacemos mediante las cotizaciones a la Seguridad Social, los pagos vinculados a los regímenes específicos de seguro público relacionados con vejez y desempleo, el IRPF. Incluso los más exentos de impuestos directos, lo hacen de forma indirecta mediante el IVA, los impuestos especiales, impuestos sobre ventas, aranceles de importación, etc.

La realidad hace que el tipo impositivo global sea, proporcionalmente, mucho más gravoso para las personas menos pudientes. Véase, por ejemplo, la vida humilde que siguen teniendo en España las personas cuyo salario se acerca al mínimo interprofesional. Los últimos meses han sido de importante pérdida adquisitiva. Hoy en España, tristemente, hay que decir que trabajar no te evita estar en riesgo de pobreza y exclusión social. Así que, siendo justos y honestos, nadie recibe nada “gratis” del Estado del bienestar, porque cada uno aporta por diversas vías, y las personas más humildes, proporcionalmente, aportan más que las ricas.

Es más certero referirse al Estado del bienestar como un paquete de coberturas sociales adquiridas colectivamente para que, cuando resulten necesarias, pueda hacer uso de ellas cualquiera, sin distinción. Así definido, tiene un claro componente de seguridad individual y, por su extensión colectiva, sin duda aporta acuerdo social y estabilidad al sistema. Y aporta también, indirectamente, aunque no sea su condición esencial, un elemento de redistribución de la riqueza. Llegamos con ello a un aprendizaje importante: no consiste en generar pobreza sino en redistribuir riqueza.

El objetivo del Estado del bienestar es que todas las personas, gracias a la seguridad jurídica del Estado y su obligatoriedad de tratar a todas las personas sin distinción, obtengamos, gracias a la negociación conjunta y las economías de escala, un coste más bajo para un servicio colectivo. Miremos, por ejemplo, el aspecto sanitario. En proporción al PIB, Estados Unidos gasta al menos un 40 % más y hasta dos veces y media más en sanidad que otros países ricos similares (17 % del PIB frente al 6,8 % en Irlanda, el 12 % en Suiza o el 7,3 % en España). A pesar de ello, Estados Unidos es el país con los peores registros sanitarios del mundo enriquecido. Esta llamativa diferencia encuentra sus causas en la desigualdad, la mala alimentación, el estrés…, pero sobre todo porque el sistema sanitario estadounidense está fragmentado. Es una cuestión de volumen y compra conveniada, pero también de la seguridad que ofrecen las democracias consolidadas en donde resulta más viable acometer mejoras colectivas mirando el largo plazo.

Hoy en día el Estado del bienestar y sus diversas aplicaciones prácticas se han revelado como una buena estrategia para disminuir la desigualdad y para hacer frente a la inevitable inseguridad que genera en los más débiles el neoliberalismo globalizado. El Estado del bienestar, adecuadamente dinamizado, es un motor económico y social que favorece la integración y el progreso. Los hechos respaldan la apuesta de los Estados por este modelo. En 1980, los países destinaban a gasto social un 15,4 % del PIB; en el período 2010-2016, el 20,8 %. En el último quinquenio, la UE ha destinado a gasto social el 51,5 % del gasto público. España se sitúa muy cerca de la media, con el 50,6 %.

La realidad es tozuda y pisotea argumentos populistas y demagógicos que algunos se empeñan en repetir con la pretensión de que algunos falseen en su mente la realidad en la que vivimos, que no es otra que reconocer que la función ejecutiva del Estado, que las instituciones públicas, se dedican ahora fundamentalmente a cuidar de la sociedad, a educarlos, curarlos, ampararlos en caso de necesidad. Y, si somos honestos, deberemos reconocer que, a pesar de que el gasto público siempre se puede gestionar mejor, estamos ahora mucho mejor que hace unos años y que debemos seguir en ese camino, en el de no dejar a nadie en la cuneta.

La tarea no es fácil y en un sistema tan extremadamente complejo no paran de aparecer anomalías que nos separan del camino de la equidad, la igualdad y la justicia social. Véanse, por ejemplo, el incremento del patrimonio de las grandes fortunas, un 37 % en el último año, hasta los 196.130 millones de euros, por mucho que se quejen en los informes de la guerra de Ucrania, la inflación... Y, a la vez, el 20,4% de los españoles, 9.670.000 personas se encuentran en riesgo de pobreza. En las franjas intermedias también sigue creciendo la polarización, esbozándose de forma cada vez más clara una diferencia entre trabajadores del sector público y privado, entre los que hacer una doble comparativa entre salario y productividad ofrecería resultados preocupantes.

El Estado del bienestar no se puede permitir el lujo de dar un paso atrás, ni para coger impulso. Algunos indicadores están empeorando y debe preocuparnos, a todos, como lo hizo con el ultraconservador Bismarck. Y deben abordarse reformas fiscales, persecución del fraude, implantar de una vez por todas la idea de “el que contamina, paga”; pero sobre todo, debemos ahogar las voces que ponen a los pies de los caballos las medidas que nos han permitido integrar a muchas personas, a otras tantas subirse al ascensor social, a otras tantas mantener unas condiciones de vida saludable y digna. Lo que me temo es que, al contrario de lo que hizo Bismarck, los que no están ahora por la labor son los conservadores; al contrario, están en la consigna de la soflama, la arenga y la xenofobia a discreción, y es por ello por lo que, más que nunca, hay que hacer una apuesta decidida por las políticas progresistas en las que nos irá el futuro de todos en las próximas décadas.