Carlos Arenas
28
de octubre de 2025
Andalucía
es la comunidad autónoma con mayores diferencias sociales, con los pueblos y
barrios más pobres de España. En concreto, tres barrios de Sevilla figuran
entre los diez más pobres del país: Torreblanca, Amate y el Polígono Sur. En
ellos, donde son generalizadas las rentas del trabajo, el PIB per cápita no
alcanza los 10.000 euros brutos al año, que son casi diez veces menos de lo que
se percibe en los barrios más ricos donde predominan las rentas del capital y
del arrendamiento de la propiedad inmueble.
Cualquier otra variable que usemos, nos devuelve la misma realidad. En los barrios pobres, la esperanza de vida no alcanza los 75 años, diez años menos que los 85 años en barrios del Centro, Nervión o Los Remedios. La tasa de abandono escolar en aquellos barrios, donde sólo hay escuela pública, supera el 25 %; es decir uno de cuatro niños o niñas no terminan la escolaridad obligatoria; se convierte tempranamente en la mano de obra inculta y barata que necesita nuestro modelo productivo. En los barrios ricos, donde es exclusiva la escuela privada o concertada, la tasa de abandono es del 5 %, y la escuela ofrece el capital relacional y el ethos distinguido con que mirar despectivamente a vecinos de inferior condición.
Abandonados
los barrios marginales a su suerte, inexistentes planes autonómicos o
municipales para corregir desigualdades tan flagrantes, asumido que tienen lo
que se merece porque allí prolifera la delincuencia, la droga y la suciedad,
nada parece más plausible que organizar misiones evangelizadoras que los
encaucen al orden, portando hasta ellos las imágenes de cristos y vírgenes que
más entusiasmo suscitan en una ciudad que se ha quedado para vestir santos.
No
habrá reparto de la riqueza ni trabajo de calidad ni interés alguno por el
bienestar de aquella gente, pero sí se repartirán emociones a manos llenas. Es
la tradición. Desde el Concilio de Trento allá por el siglo XVI, las vísceras
han ocupado más espacio que el cerebro en la cultura de los sevillanos. Ya en
los siglos barrocos, jesuitas y capuchinos organizaban misiones en las que se
aterrorizaba a los lugareños exhibiendo calaveras, almas en el infierno,
emitiendo sonidos lastimeros culpándoles de las epidemias, plagas y sequías si
osaban levantarse contra el orden divino.
Mucho
más cerca de nosotros, en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, las
imágenes se portaban a los vencidos barrios obreros para humillar a los que
quedaron vivos o se iba casa por casa repartiendo estampitas y escapularios
para que expiaran los pecados cometidos durante la República. Tanto en una
época como en la otra, al final, los misioneros pasaban la gorra. En los siglos
barrocos, para alimentar al clero regular de esa Iglesia paralela que eran las
órdenes religiosas; en la posguerra civil, para ratificar el conveniente
reparto del botín entre los vencedores.
Hoy,
las misiones de esa otra Iglesia paralela que son las cofradías no necesitan
acudir a tales truculencias ni a mecanismos tan groseros y criminales de
transferencias de rentas. Los métodos para emitir emociones son más sutiles y
aquiescentes. ¿A quién no le va a gustar ver la imagen de la Virgen favorita
recorriendo las calles de la ciudad de una punta a otra? ¿Quién no se estremece
al paso acompasado de la imagen portada por esforzados hermanos costaleros?
Por
aquiescencia debe entenderse que, a falta de una política que promueva la
igualdad de oportunidades, se acepte de buen grado que las bolsas de caridad sean
mecanismos eficaces para distribuir la renta, ignorando el rendimiento material
que los símbolos aportan a la causa mesocrática en general y a la de los
misioneros en particular.
Puede
interpretarse que la proliferación de cofradías misioneras a los barrios
empobrecidos -porque parece iniciarse una carrera entre ellas, como
antiguamente se daban de ciriazos para ir antes en la carrera oficial- esté
relacionada con la posibilidad de que en Torreblanca, Amate y El Polígono Sur
encuentren una manera propia de reivindicarse y de denunciar la intolerable
desigualdad en la que se les ha confinado; que lo hagan incluso por encima de
una sociedad civil organizada y de una supuesta izquierda que se embelesa y se estremece
al fru fru de los varales antes que ejercer como tal.
A la
espera de que eso ocurra, propongo que se combata a la emoción con más emoción.
Aconsejaría a los vecinos de aquellos barrios que organicen sus propias
misiones, que paseen cada quince días imágenes feas, despintadas y desgarbadas
por los barrios ricos de Sevilla, por el centro de la ciudad, por delante del
Ayuntamiento para solicitar subvenciones y guardias que le abran paso pagados con
el dinero de los presupuestos municipales. Llevada Sevilla aún más al
esperpento, quizás se haga un poco de luz.
