Antonio Aguilera Nieves. Fundación Savia.
18
de noviembre de 2025
El
modelo social del Estado tuvo un importante desarrollo en Alemania, a mediados
del siglo XIX, impulsado por Otto von Bismarck. La función social del Estado, tras
las terribles guerras mundiales del siglo XX, ha ido derivando en lo que hoy
conocemos como Estado del bienestar. Se sigue sustentando en la idea fuerza de
que la financiación pública tiene que estar al servicio, tener utilidad, servir
para el progreso del Pueblo en su integridad, haciendo disminuir las
desigualdades sociales, ofreciendo coberturas suficientes, para hacer valer el
carácter inclusivo, convergente, integrador. La equidad y la solidaridad son
principios inherentes al mismo. Por eso, la salud, la educación, las
infraestructuras son pilares esenciales de las políticas públicas en las
últimas décadas. Son ellas las que han posibilitado, con todas las carencias
que hemos de asumir en su puesta en práctica, un considerable progreso social y
económico que ha tenido como centro a las personas.
Cuando se demanda, de manera lícita, mayor financiación, muchos ayuntamientos, autonomías lo hacen, es necesario hacer un necesario ejercicio previo en el que hay que tener claro para qué se necesita. Una primera respuesta, general pero precisa, podría ser que la financiación pública se necesita para el progreso de las personas en armonía con el territorio en el que viven.
Esta
segunda parte de la definición, aunque arraigada en la historia pues no se
entiende un Pueblo, una Cultura, sin un territorio, hace valer una idea más
reciente que consiste en poner en valor la propia salud del territorio en el
que sustentamos el progreso de la sociedad. Así, en la tercera década del siglo
XXI, dada la enorme presión que estamos ejerciendo sobre el territorio, el
impresionante grado de cambio e impacto que estamos causando que está llevando
a la pauperización del ecosistema, al que hemos metido en la Sexta Extinción
Global y que nos ha metido en una emergencia climática, las políticas del Estado
de bienestar, además de en las personas, tiene que fijarse y atender a las
necesidades del territorio.
Porque
los territorios tienen una funcionalidad imprescindible, son ellos los que
tienen que tener la capacidad de prestar servicios a las personas para
posibilitar su progreso. Y para desarrollar esta imprescindible y necesaria
funcionalidad, por la que nos proporcionan los servicios ecosistémicos, también
debemos atender a sus necesidades.
Porque
justo lo contrario, la incapacidad del territorio de prestar servicios a la
sociedad, es lo que lleva al vacío como así se comprueba en los lugares en los
que no hay agua, suelo fértil, clima. Espacios huecos de progreso, agujeros
negros de vida que se van agrandando debido a los efectos del cambio climático
antropogénico. La gradación de la pérdida de esta funcionalidad del territorio
es multinivel. Se produce cuando, como citan geógrafos, biólogos, meteorólogos,
los territorios se hacen más hostiles, más impredecibles, se degradan.
Para
lograr la calidad de vida de las personas hay que mejorar la calidad del
territorio. Según la gestión de ecosistemas, la conservación de la integridad
funcional del entorno es la garantía de la preservación de todos los elementos
que lo componen. Uno de ellos somos las personas.
El
territorio andaluz es extraordinario, y maravillosamente complejo. Andalucía
tiene 87.268 km2, en ellos se encuentran las mayores cotas de la
Península Ibérica, más del 15 % está por encima de 1000 m., 393 km de costa en
el océano Atlántico, 670 km en el mar Mediterráneo. Cuenta con 365 espacios
protegidos que suponen el 29,5 % de la superficie. Tiene 4,75 millones de
hectáreas de Superficie Agraria Útil. Las dehesas suman 1,2 millones de
hectáreas. Tiene Andalucía 16.534 explotaciones ganaderas y 2.503 operadores
pesqueros.
Andalucía
es grande y compleja territorialmente. Cuenta en noviembre de 2025 con una
población de 8.696.038 personas. De ellas, el 44,2 %, según el Instituto de
Estadística y Cartografía de Andalucía, vive en centros urbanos, el 38,2 % en
agrupaciones urbanas y el 17,6 % en pequeños pueblos y diseminados rurales. Las
celdas cartográficas que tienen población residente ocupan únicamente el 20,9 %
del territorio andaluz, y, de las cuales, el 71,7 % pueden considerarse
espacios urbanos o agrupaciones urbanas. En otras palabras, en tan solo el 0,9 %
del territorio de Andalucía se concentra el 71,7 % de la población andaluza. La
dinámica poblacional hace que esta concentración siga aumentando, el éxodo
rural a las ciudades, el crecimiento poblacional en la costa sigue su curso.
El
despoblamiento rural tiene efectos claros ya reconocidos: el envejecimiento y
la masculinización, lo que ofrece tristes perspectivas. Junto a ello, otras
cuestiones menos conocidas, pero de enorme relevancia: Empobrecimiento,
derivado del simple paso del tiempo y del crecimiento de las pensiones respecto
a la población activa, lo que hace caer el gasto medio diario y el consumo, lo
que hace el medio rural menos atractivo para las compañías privadas, y una
creciente debilidad fiscal del medio rural derivada de la menor recaudación de
las entidades locales.
Ciertos
mensajes interesados y partidistas quieren hacernos creer que la financiación
pública del medio rural es más costosa en la medida en que el número de
beneficiados, la ratio de ocupación, o la intensidad del servicio respecto al
coste fijo hace que se dispare la inversión por habitante. No deja de ser un
pobre argumento que mira la financiación pública como una colecta de votos.
Porque en la ecuación no se considera el imprescindible criterio de
funcionalidad del territorio, esto es, la necesidad que tiene toda la sociedad
para seguir subsistiendo de tener un medio rural, un territorio, sano, vivo y
dinámico. Porque es el medio rural el espacio de oferta, que necesita de
gestores para proveernos de alimento, pero también de bienes y servicios
comunes básicos: aire, agua, energía, clima. En contraposición del medio
urbano, que es un lugar de demanda.
Por
esta sencilla razón, las políticas rurales no pueden considerarse de nicho,
como demasiadas opciones políticas parecen creer. Las políticas rurales son
Políticas País que nos afectan a todos y es por lo que debe de considerarse la
funcionalidad de los territorios en la definición de las políticas de
financiación públicas.
Tienen
que incluirse en las Políticas País, en los modelos de financiación
autonómicos, medidas de compensación territorial, que permitan a los
agricultores y ganaderos que viven en zonas más desfavorecidas por clima y/o
suelo, no depender exclusivamente de unas rentas derivadas de los kilos que
produzcan, que siempre, siempre van a ser menos que los de la agricultura
intensiva y la ganadería industrial, situación que provoca los fenómenos que
estamos sufriendo.
Tenemos
que caminar hacia la puesta en marcha del país de los 30 minutos, considerando
que todo el territorio tenga acceso a los servicios públicos básicos a una
distancia máxima de 30 minutos, poniendo en marcha medidas de escalabilidad y
flexibilidad en la ubicación y radio de acción. Tenemos que hacer valer el
papel de las ciudades intermedias y su papel fundamental como cabeceras de
comarca. Tenemos, en definitiva, que perseguir el objetivo de que la
financiación pública posibilite la vertebración del territorio.
Demasiado
poco hablamos de éxodo rural y cambio climático en Andalucía. Aún menos hacemos
por frenarlo y revertirlo. Sin embargo, hoy es imprescindible un Estado del bienestar
que incluya en sus políticas transversales la salud del territorio, que es el
garante de la salud de las generaciones futuras.
