Juan Manuel Valencia Rodríguez
28 de
enero de 2025
Se habla a menudo, y con razón, de la “desafección” general de la población respecto a la política. Se manifiesta en la desconfianza en los partidos políticos, en el Gobierno, en el Parlamento, en el distanciamiento e incluso desdén de la ciudadanía hacia la política, hacia la “cosa pública”, que a veces se traduce en una participación electoral escasa. No es un problema exclusivo de España, se trata de un fenómeno generalizado en las democracias occidentales, con especial incidencia en los jóvenes, el 80 % de los cuales, según encuestas fiables, no se sienten identificados con el sistema político, perciben que no va con ellos, que no se les escucha, que no les permite participar e influir sobre lo que sucede, únicamente ser comparsas de una maquinaria que sólo sirve a unos pocos. El 15-M plasmó una expresión genuina sobre ello: “no nos representan”.
La
democracia necesita de un grado de participación cívica sustancial en la vida
política. La desconfianza generalizada de la ciudadanía socava los cimientos de
la democracia como hipotético “gobierno del pueblo”. La democracia
representativa se ha convertido en algo puramente formal que no garantiza la
libertad real de las personas para construir una vida digna, un sistema en el
que la mayoría de los partidos, generosos en clientelismo pero escasos de
transparencia y de democracia interna, y cada vez más desconectados de la
población, solicitan nuestro voto cada cierto tiempo para alcanzar el poder,
sin impulsar ningún otro tipo de participación política. El panorama se ve
agravado por el déficit de información veraz de la ciudadanía, por la
manipulación ejercida tanto desde el oligopolio de los medios de comunicación
tradicional como por la manipulación intoxicadora ejercida a través de las
redes sociales, en especial por la extrema derecha. La necesidad de más y mejor
democracia, o más bien de una verdadera democracia en la que no se usurpe ni
sustituya la voz del pueblo, se alza como una exigencia ineludible para una
sociedad sana.
En
España el hecho es evidente si se compara con la situación existente durante
los últimos tiempos del franquismo y los primeros años posteriores, la llamada
Transición. En aquella época había una efervescencia política muy acusada en la
ciudadanía. Era lógico, se vivían tiempos de cambio tras la muerte de Franco,
por primera vez en décadas se respiraba algo de la desconocida libertad,
política y social. Quienes en aquel momento participaban activamente en la
política eran, como siempre, una minoría, pero una minoría muy amplia, de
cientos de miles de personas en todo el país, que actuaban desde los partidos
políticos, los sindicatos, en el movimiento estudiantil, en el feminista, en
las asociaciones de vecinos, en los círculos intelectuales, profesionales y
artísticos…
En
la vida social hay momentos de flujo, de inquietud y agitación social, a los
que siguen periodos de reflujo. Es algo normal. Pasada la agitación el común de
las personas vuelve a poner su atención en su esfera personal, el cuidado de la
familia, las relaciones con los amigos, lo que particularmente interesa a cada
uno, los pequeños placeres de la vida… Desde el final de la dictadura hemos
vivido dos momentos de intenso movimiento social, uno en la Transición, otro
con el descontento social manifestado en el 15-M, que modificó parcialmente el
panorama político del bipartidismo.
Hoy
vivimos una fase de evidente reflujo social y de desprestigio de la política, expresado
repetidamente entre la ciudadanía con el comentario de “todos son iguales”,
todos vienen a aprovecharse del Erario público, a servirse a ellos, y no a la
sociedad. La militancia activa en las fuerzas políticas de izquierda es muy
escasa, su conexión con la sociedad civil débil, y las mareas, plataformas y
movimientos sociales están atomizados y su capacidad de movilización es
limitada.
¿Por qué se produce esta desafección,
ese distanciamiento de “la cosa pública”, de la preocupación activa por los
problemas colectivos?
Como
todo fenómeno social complejo, son varios los factores que alimentan la
desafección hacia la política. Apuntamos algunos que nos parecen decisivos: las
esperanzas frustradas, las aspiraciones no atendidas por unas políticas
antisociales. La corrupción económica. La desmovilización social, facilitada
por ciertas fuerzas políticas y sindicales. Y la desunión de la izquierda con
voluntad transformadora.
La
primera y principal causa de la desafección de la población hacia la política
procede del desencanto al comprobar que no se da solución a sus problemas, y
que los políticos incumplen sus promesas. Es la primera corrupción importante,
la corrupción política: prometer una cosa y hacer otra, defraudando las
aspiraciones del pueblo trabajador. Los sectores sociales desfavorecidos
entienden que no se están ofreciendo soluciones a sus problemas, en un contexto
universal de crisis económica y globalización que plantea nuevos retos, a los
que no se está haciendo frente de una manera favorable a la mayoría social (incertidumbre
laboral, trabajo precario, salarios insuficientes…). Bien al contrario, son los
poderosos los más beneficiados y las desigualdades se acentúan en unas
sociedades que por otro lado crean mayor riqueza que nunca. Las políticas
neoliberales de austeridad practicadas durante la última gran recesión
económica desatada en 2008 profundizaron el alejamiento entre gobernantes y
gobernados, agravando la crisis del sistema político. ¿Cómo no va a haber
desencanto político en una Unión Europea mangoneada por una tribu de
tecnócratas gobernantes que se pliegan una y otra vez a los intereses
oligárquicos de las grandes corporaciones y abandonan a la gente común
trabajadora? A veces desde los gobiernos se argumenta que hay cosas que no se
pueden hacer, que se depende de instancias europeas, etc. Pero esto es como
decir que los que elegimos no tienen capacidad para mandar, que nuestro voto no
sirve para nada.
En
España, la frustración de las esperanzas surgidas de aquella crisis marcada por
los indignados del 15-M no ha hecho
sino aumentar el desencanto con la política (la pandemia colaboró también lo
suyo en el proceso de aislamiento e individualismo). Una gran mayoría entiende
que el sistema político necesita reformas de gran calado, pero no confían en que
esto suceda, en que las cosas vayan a cambiar. La falta de esperanza convierte
así la desafección política en un problema estructural. Tal escepticismo acerca
del papel que la gente común pueda jugar es una trampa mortal para la
democracia y para los intereses del pueblo trabajador, porque supone delegar en
otros (sea la clase política o una tecnocracia de “expertos”) la gestión del
futuro, la toma de decisiones sobre los asuntos de la colectividad.
Hay
una constante histórica: cuando aquellos en los que el pueblo ha puesto sus
ilusiones (por lo general, la socialdemocracia) para lograr unos cambios, unas
mejoras, que no llegan, ceden ante los intereses de los poderosos, lo que sigue
es el desinterés general, que abre después el camino a que la población se
decante hacia soluciones conservadoras y hasta reaccionarias. Sucedió en la
Alemania de la República de Weimar, y está ocurriendo ahora en muchos países de
Europa. Y lo podemos ver en Andalucía, en donde tras décadas de gobierno del
PSOE sin dar solución a la situación de subalternidad y dependencia de esta
tierra y a sus problemas estructurales más graves, se ha producido el giro de
buena parte de la opinión pública hacia posiciones conservadoras que sólo empeorarán
la situación.
La
corrupción económica (tanto por razón de enriquecimiento personal como de
financiación ilegal de los partidos), que ha afectado de manera severa a los
dos partidos que se han turnado en el poder, PSOE y, en medida mucho mayor, el
PP, es otro elemento que genera en la ciudadanía un rechazo general hacia los
políticos, una creciente insatisfacción con el funcionamiento de la democracia
que les lleva a desentenderse de la política. Esto no perjudica a las fuerzas
conservadoras, más bien les favorece y ellas lo facilitan; pero es
tremendamente negativo para las fuerzas de progreso.
Es
evidente que desde la Transición determinadas organizaciones políticas y
sindicales facilitaron el individualismo, la desmovilización social y el
vaciamiento ideológico de las clases trabajadoras. El mensaje implícito era: ya
tenemos una democracia, dejarnos a nosotros la solución de los problemas. Pero
hay una realidad terca en la historia: no hay salvadores. Si la ciudadanía no
se preocupa de sus problemas colectivos, si no interviene activamente y lucha
por soluciones, no habrá avances. Existe una relación estrecha entre
movilización social y capacidad de liderazgos. De una mayoría social
desinteresada, desmovilizada y sin conciencia no pueden surgir liderazgos
potentes. En particular, es evidente la pérdida de peso del movimiento obrero
como agente político. Antes, en condiciones mucho más desfavorables y
peligrosas, la gente veía líderes que se preocupaban por sus problemas
cotidianos y se jugaba el pellejo por ellos. Ahora esos dirigentes no se ven,
no se reconocen, o son muy pocos.
Finalmente,
la desunión (que a menudo llega a actitudes cainitas) de la izquierda real, con
voluntad transformadora, es otra causa evidente de desilusión. Las razones para
actuar unidos en defensa de la democracia y de los intereses de la mayoría
social son poderosas, y existe un programa mínimo evidente en el que ponerse de
acuerdo: una democracia verdadera, la defensa de lo público (Sanidad,
Enseñanza, pensiones, Dependencia), la lucha contra las desigualdades, la conservación
del medio natural contra el cambio climático, lucha por la paz y contra el
militarismo reinante, el acceso a la vivienda, la memoria democrática, los
derechos de la mujer, de los inmigrantes, de las personas dependientes, una
fiscalidad más justa que aporte los recursos económicos para tales políticas
públicas sociales... En torno a dichas demandas ha de lograrse la unidad de la
izquierda real, no sólo para las convocatorias electorales, sino en el trabajo
cotidiano por solucionar los problemas y en torno a él construir unidad popular
organizada.
Hay
que revertir la situación, emprendiendo el camino contrario al que tenemos:
pasar de una democracia de “espectadores” a otra de cultura republicana, en el
sentido de promover una democracia participativa para combatir el desapego
hacia la política, que abra nuevas vías de participación de la sociedad civil,
de deliberación ciudadana sobre los problemas colectivos, un mayor papel de la
gente común en la política. Determinados cambios en el sistema de
representación (elecciones primarias en los partidos, eliminación de las listas
cerradas, sistema electoral proporcional), pueden ayudar en esa dirección.
Quienes
deseamos cambiar las cosas hacia un mundo mejor, más igualitario, justo y en
paz, necesitamos que la gente se interesa e intervenga en los asuntos públicos.
Sin la presión social la presencia que pueda conseguirse en las instituciones
de poder serán estériles, o sólo servirán para conseguir reformas de poco
calado. No hay otro camino, sino trabajar con paciencia y tesón en lograr esa
participación social. Y para conseguirla la gente trabajadora tiene que ver a
una izquierda capaz de unirse para luchar por sus justos intereses.
Aunque
ninguno de los grandes problemas de la humanidad tiene solución en el
capitalismo, un sistema económico y social salvaje e injusto, depredador de la
naturaleza y de las personas, necesitamos, mientras tanto, democracias
profundas para avanzar hacia un mundo mejor.