Carlos
Arenas
8 de julio de 2025
Cualquier imperio hace de su
poder militar el fundamento de su supremacía. En España, sabemos de eso;
durante los siglos XVI y XVII de forma extensa y de forma menguante en los dos
siglos siguientes, los ejércitos españoles mantuvieron el dominio español en
tres continentes; la razón de ser del Estado español en esos siglos fue
encontrar por cualquier medio los recursos financieros necesarios para hacer
frente a los crecientes gastos que las guerras demandaban para mantener la
hegemonía universal.
Cualquier imperio no sólo ejerce el dominio sobre territorios colonizados sino que impone un modelo productivo a sus propios habitantes, premiando a las élites sociales que sostienen militar, religiosa, económica o intelectualmente la hegemonía. En España, el producto social fue distribuido en favor de la belicosa nobleza terrateniente, la Iglesia que justificaba la “guerra justa” en defensa de la fe y los acreedores del Estado belicista. Todo el ordenamiento jurídico estaba destinado para llenar a esas minorías de privilegios y oportunidades de enriquecimiento en detrimento de la inmensa mayoría que producía, pagaba impuestos y moría en los campos de batalla. El sistema estaba tan bien engrasado a favor de los fuertes que, incluso después de perdido el imperio, ha habido y sigue habiendo oligarquías nostálgicas que han defendido sus privilegios incluso con guerras civiles.
La decadencia y el colapso
final del imperio español tuvieron dos causas principales; una, la discordancia
progresiva entre un gasto militar creciente y unos ingresos menguantes debido a
la propia ineficiencia del modelo económico antiguorregimental, lo que llevaba
a la monarquía española a endeudarse masivamente hasta el punto de hacer
inviable su imperio a finales del siglo XVIII. Dos, la competencia de nuevas
potencias, Inglaterra, Países Bajos, que no sólo obligaban a España a gastar
más, sino que sostenían su poder fiscal-militar sobre bases económicas
distintas: las del capitalismo mercantil e industrial.
Nuevos imperialismos
sustentados en el poder económico de la metrópoli sustituyeron al español a
partir del siglo XIX; guerreros e industriales forman ahora la coalición
estratégica que conquista territorios para obtener materias primas y disfrutar
de mercados reservados. Gran Bretaña es el nuevo imperio que impuso la idea del
libre comercio como panacea para la riqueza de las naciones. Aquella panacea
facilitó la dominación europea sobre el mundo; no sólo de Gran Bretaña sino
también de países imitadores como Francia, Alemania, Italia o Rusia que pusieron
sus armas al servicio de la expansión territorial que reclamaban sus élites
industriales. Al final, la competencia entre potencias industriales condujo a
dos guerras de redivisión imperial, a dos guerras mundiales.
Desde el fin de la Segunda
Guerra Mundial, Estados Unidos se impuso como el último gran imperio conocido.
La fórmula de su dominio ha sido su enorme capacidad industrial, su fortaleza
militar para hacer frente, junto a sus aliados, a la amenaza comunista de la
URSS y de otras partes del mundo o la fortaleza del dólar como moneda de
referencia global. El imperialismo americano se impuso con procedimientos distintos
a los habituales; la ocupación territorial, salvo en la distribución de sus
bases militares, fue sustituida por la propaganda de su modelo de sociedad y
por la penetración de sus empresas por todo el globo.
Al igual que los imperios
anteriores, la expansión del imperio USA desarrollaba sus propias
contradicciones que le llevarían a su actual decadencia. La globalización desde
finales de los años setenta y ochenta fue la gran propuesta norteamericana para
hacer valer la competitividad de sus empresas a partir de su gran base
tecnológica y de la mano de obra barata que utilizaban en países del entonces
llamado tercer mundo. Lo que ha ocurrido en los últimos veinte años es que
muchos de esos países subdesarrollados han dejado de serlo por la aplicación de
modelos productivos similares a los del imperio con el que compiten de forma
ventajosa.
El resultado ha sido un
déficit comercial considerable de la economía norteamericana, una crisis
industrial con la pérdida de millones de puestos de trabajo, una necesidad de
atraer a las empresas que se fueron a la disciplina nacional, una deuda pública
milbillonaria que se hace insostenible e impagable, y un dólar que se debilita
por esta misma causa lo que lesiona la gran fuente de ingresos de la balanza de
pagos. En estas circunstancias, todo compromiso con las reglas mundiales, con
el compromiso medioambiental o social, con la no proliferación de armas de
destrucción masiva queda supeditado a la salida de la crisis.
Dos maneras tiene los USA para
sostener su imperio; una, mantener mientras pueda el dominio sobre las
industrias de la comunicación y la Inteligencia artificial que hoy controlan
unos pocos plutócratas; la otra, de nuevo y a gran escala, es la guerra, el
relanzamiento de una industria militar, de un keynesianismo armado, que dé
trabajo a los obreros de cuello azul, y para ello se sostienen y se relanzan
las guerras a nivel global, se requiere a los aliados el 5 % del PIB en armas,
aunque ya no se use tanto el viejo artilugio del victimismo y de la amenaza,
sino el simple y más expeditivo matonismo trumpista.
Como le pasó a España, la
situación del imperio USA se refleja en el ordenamiento interior de la
metrópoli; la política de Trump se asemeja por día a las autocracias fascistas,
recorta derechos y servicios sociales al tiempo que, como se acaba de ver,
reduce los impuestos para privilegiar a las élites tecnológicas, petroleras y
armamentísticas, dejando un rastro de problemas y conflictos sociales de
previsibles consecuencias.
Como le pasó a España, la
decadencia del imperio USA está igualmente relacionada por la emergencia de una
alternativa que prescinde cada vez más de la dependencia norteamericana para
cimentar una alianza no imperialista, multilateral. Son los BRICS, los países
que reúnen la mayor parte de la población mundial y casi de la riqueza global.
Cuando se escriben estas líneas se reúnen en la cumbre de Río de Janeiro los once
países miembros de esta alianza antimperialista y otros tantos invitados que
tratan tomar las riendas de la globalización equilibrada, de la paz y de la
democracia abandonada por USA. Atentos.