Rosario
Granado
30 de
junio de 2020
“Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable.
Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que
Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la
violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia
y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo
exista, aunque nuestro lugar sea el infierno”.
Son las últimas palabras del
personaje de Borges, Otto Dietrich zur Linde, el nazi juzgado y condenado en Núremberg,
quien en sus reflexiones antes de morir encuentra la paz al considerar que en
la aparente derrota se encuentra su victoria, que el mismo desarrollo del
juicio le está demostrando que “el hombre nuevo”, sin compasión ni piedad, de
alguna manera ha triunfado.
Parecía en el mundo occidental
que con la derrota de los nazis comenzaba un periodo de libertad y de
democracia. Parecía que se enterraban ya para siempre el racismo y la idea de
la superioridad de unos pueblos sobre otros, y que ya no se volvería más al uso
legitimado de la violencia, la represión, la tortura y la muerte para conseguir
y mantener el poder político y económico. Se daban pasos importantes en este
sentido.