Fermín Novo Fernández y Miguel Campillo Ortiz, miembros de la Plataforma en Defensa del Patrimonio de Sevilla
29
de enero de 2021
Recientemente hemos tenido noticias sobre el asunto de las inmatriculaciones de la Iglesia Católica. En el Congreso, el pasado 22 de Diciembre, fue presentada por el Grupo Parlamentario Republicano y el de Euskal Herria Bildu una Proposición no de Ley para reclamar la reversión de los bienes inmatriculados a favor de la Iglesia. Al día siguiente, un juzgado tumbó el dictamen del Consejo de Transparencia que exigía al Gobierno la publicación del listado de dichos bienes.
Es posible que, a estas alturas, alguien todavía no sepa que la inmatriculación es, simple y llanamente, dar de alta por primera vez en el Registro de la Propiedad un bien inmueble y que, para ello, el que lo inscribe debe aportar la documentación y/o los testimonios fidedignos que acrediten su propiedad. Esto es así para el común de los mortales, pero para la Iglesia Católica rigen otras normas.
Gracias al artículo 206 de la Ley Hipotecaria franquista de 1946, la Iglesia Católica queda equiparada a las Administraciones Públicas para inscribir cualquier dominio que carezca de título, mediante una certificación expedida por el Diocesano correspondiente. O sea, el obispo señala un bien y el registrador lo inscribe a nombre de la Iglesia. Así fue durante los cuarenta años de Franco…, así ha seguido siendo hasta 2015…, y así la Iglesia Católica se ha convertido en la mayor empresa inmobiliaria del país.