José Antonio Bosch. Abogado.
25 de abril
de 2023
El 25 de
abril de 1975 colgábamos de las rejas de las ventanas de mi facultad, Derecho
de la Universidad de Sevilla, una gran pancarta en la que se leía ¡Ay Portugal!
¿Por qué te quiero tanto? Cuatro jóvenes nos habíamos pasado toda la noche
confeccionando la pancarta para conmemorar el primer aniversario de la
“Revolución de los claveles” dentro de las actividades organizadas por
diferentes fuerzas políticas en reivindicación y lucha por las libertades
civiles en una España, entonces, sumida en la obscuridad de la Dictadura. Como
era habitual en la época, nuestra pancarta no duró colgada más de quince
minutos, tiempo que, para los usos del momento, calificamos como de muy
dilatado.
Un año antes de nuestra pancarta, en la madrugada del día 25 de abril de 1974, un movimiento cívico militar en Portugal puso fin a la otra dictadura ibérica que durante cuarenta y ocho años mantuvo a nuestros vecinos en el furgón de cola del tren del progreso, acontecimiento que nos aportó alegría e ilusión a todos/as aquellos/as que en España luchábamos por la libertad y nos llenó de sana envidia, ánimo y esperanza en que también sería posible el cambio en España.
Hoy, cuando
está a punto de cumplirse el medio siglo desde aquella revolución, y unos pocos
menos años de la llegada de la democracia a España, al evocar nuestra historia,
al recordar el sufrimiento de tantos y tantos compatriotas en el exilio, en los
campos de concentración y prisiones franquistas, la represión de los largos
años de la dictadura, al recordar nuestra historia, necesariamente me provoca
algunas reflexiones que, lejos de las batallitas de abuelo, me conducen a la
rabiosa actualidad.
Así, hay que
señalar que seguimos sin conocer con rigor nuestra historia. Los hechos se
siguen ignorando y se da pábulo a un relato que no se compadece con la verdad
histórica y ello se hace no sólo para manipular hechos pasados y justificar lo
injustificable, sino para apoyar posiciones políticas presentes. Nuestros
“abuelitos” se pelearon, es cierto, pero es una perversión reducir a una
“pelea” el hecho de que un grupo de militares sediciosos y rebeldes, con ayuda
económica y militar de las potencias fascistas europeas, faltando a su
juramento de lealtad, se levantaran en contra del sistema que,
mayoritariamente, había acordado el pueblo español e impusieran una dictadura.
Y lo
hicieron llenándose la boca de palabras grandilocuentes (muchos además también
llenaron sus los bolsillos de algo más que palabras) algunas palabras que de nuevo
hoy escuchamos incluso en el Congreso, y bolsillos por lo que nadie ha rendido
responsabilidad alguna y ni tan siquiera explicación.
No son
simples batallitas del pasado. Al día de la fecha ninguna empresa ha reconocido
los beneficios que le supuso en su día contar con mano de obra “esclava”,
personas a las que había que rehabilitar mediante el trabajo y que, a la par
que se rehabilitaban, se producía su explotación laboral. Y ya no pido ni que
devuelvan lo que robaron, simplemente que pidan disculpas al pueblo del que se
sirvieron, al país cuyos recursos utilizaron hasta alcanzar en esas pociones de
mercado que, al día de la fecha, incluso les permite cambiar sus domicilios
sociales a otros países y ello, a pesar de haberse declarado tantas veces
patriotas.
Y no puedo menos que pensar en que, a la vez
que se produce el quinto entierro de Primo de Rivera, quedan miles de cadáveres
de compatriotas sin identificar en cunetas y en fosas comunes y ello, porque durante
años el Estado ha hecho dejación de sus obligaciones y ha “delegado” su
obligación de identificación y exhumación de los cadáveres de la Dictadura en
ONG y en particulares a los que nunca agradeceremos lo suficiente el esfuerzo
que han realizado en la recuperación de la memoria histórica.
Al estudiar
nuestra historia, al leer los antiguos Diarios del Congreso, no puedo menos que
sorprenderme con algunos argumentos y discursos que se asemejan, como dos gotas
de agua, a las argumentaciones y discursos que escuchamos en la actualidad en
boca de algunos insignes políticos que, como los de antaño, se sienten tocados
por la mano de dios, depositarios de los únicos valores merecedores de tal
denominación y, en consecuencia, llamados a salvar a la patria siendo los
únicos legitimados a detentar el poder y, cualquier otra opción fuera de la de
ellos, es ilegítima.
Y cuando evoco el pasado de nuestro país, no es la añoranza lo que me embarga, sino el temor de que sigamos sin asumirlo, el temor de que además de haber sido víctimas de la historia seamos, encima, víctimas de relatos interesados y falsos que no sólo se utilizan para justificar el pasado, sino que, para colmo, se trata con ellos de condicionarnos el presente y el futuro. Para colocar nuestra pancarta tuvimos que trabajar toda la noche, trasportarla oculta, correr el riesgo de su colocación y, a la postre, su exhibición sólo duró quince minutos, pero mereció la pena. Fue un granito más, por minúsculo que fuese, en la lucha por los derechos civiles y por la dignidad de un país en el que queríamos pasar de súbditos a ciudadanos.
Por eso, cuando recuerdo nuestro reciente pasado me siento obligado a estar atento y activo en el presente. Los derechos civiles se ganan con gran esfuerzo y dificultad y se pierden con extraordinaria rapidez y facilidad. Debemos de aprender de nuestra propia historia, pero para ello es preciso que la conozcamos y la asumamos y no podemos dejar la tarea en manos de otros, sino que todos somos responsables y, sobre todo, cuando llega un año, como el presente, donde vamos a tener la oportunidad de decidir en quién delegamos nuestra representación.