Carlos Arenas Posadas
4 de marzo de 2025
Los historiadores tenemos
nuestros propios algoritmos; son los hechos comprobados de la experiencia
humana los que nos sirven no solo para analizar el pasado sino también para describir
las secuelas que ha dejado en la realidad presente y en la trayectoria que
seguirá en el futuro al menos hasta que se llegue a un punto de no retorno que
pueda cambiarla.
Hablando de Andalucía, es un
lugar común que nos encontramos ante una sociedad relativamente atrasada,
incapaz de converger económica, social y culturalmente respecto a las regiones
más ricas de dentro de España y de la Unión Europea; las causas son múltiples y
no cabría enumerarlas aquí, pero, me atrevo a resumirlas en una sola: la gran
desigualdad existente en la distribución del capital político en nuestra
comunidad. De un lado, los que han manejado y manejan los hilos del poder:
grandes propietarios, bancos, multinacionales, lobbies educativos, sanitarios,
inmobiliarios, etc.; de otro lado, una mayoría social que asiste casi
impertérrita al desarrollo de los acontecimientos, sometida al desprecio y a la
cultura gregaria, a la discriminación formativa o relacional, sin derecho a
decidir sobre sus propias vidas, a la dictadura de la necesidad por la ausencia
de oportunidades. Estos son los hechos que han caracterizado nuestro pasado y
caracterizan nuestro presente, de ahí la fortaleza del atavismo, la complacencia
de los menos y el fatalismo e impotencia de los más.
A lo largo de nuestra historia, ha habido tres momentos en los que los sumisos rompieron con lo atávico e hicieron temer a los poderosos que peligraban los fundamentos políticos y económicos de su poder. Uno de ellos ocurrió en el llamado “sexenio democrático” (1868-1873); otro, en el primer bienio republicano (1931-1933); la tercera ocasión (1976-1982) durante la Transición a la democracia. En esos tres momentos, Andalucía se rebeló contra su histórica marca de agua, al tiempo que proponía modelos alternativos de organización del Estado-nación. Durante el “sexenio” siendo la vanguardia del republicanismo federal en España frente al centralismo; durante la II República haciendo de la reforma agraria el ariete contra el bloque formado por la oligarquía financiera y terrateniente; en la Transición, obligando a cambiar el modelo de Estado autonómico que contemplaba la distinción entre comunidades de primera y de segunda categoría.
Si en esos tres momentos Andalucía pudo alzar
la voz y captar a atención del Estado, fue por la confluencia de poderosos
movimientos unitarios de clases medias y trabajadoras que se rebelaron contra
la posición marginal a la que se les condenaba tanto por parte de las élites
que ocupaban el Estado central como los cacicatos locales; en el “sexenio” fue
el partido republicano federal el que reunió los intereses de las clases medias
urbanas, el artesanado organizado en clubes y sociedades de resistencia y un
campesinado al que las desamortizaciones había dejado sin tierra. En la Segunda
República fue la implicación de la izquierda republicana y la clase obrera
urbana y rural para desalojar a los señoritos de la gobernanza de las entidades
locales. En la Transición, en el 4 de diciembre de 1977, el 28 de febrero de
1980, el primer Estatuto de Autonomía de 1981, volvemos a encontrar esa alianza
entre la clase política, la intelectualidad y el conjunto de trabajadores que
se había formado en los años de la lucha antifranquista y que concluyó
aportando a las fuerzas de izquierda, socialistas, comunistas y andalucistas el
70 % de los sufragios en las primeras elecciones autonómicas.
Este largo preámbulo viene a
servir de recomendación para que saquemos provecho de las enseñanzas de nuestro
pasado. La situación que vive Andalucía, la nueva desamortización con el robo
sistemático de lo público, el extractivismo a la hora de distribuir el capital
en todas sus modalidades, la discriminación y la desigualdad social, la incapacidad
de converger económicamente, la falta de voluntad para completar las
competencias estatutarias, etc., son ya circunstancias que obligarían a revisar
la manera convencional de hacer política. Hay que reinterpretar lo establecido
en el artículo 6 de la Constitución Española; que los partidos fueran
considerados un “instrumento fundamental para la participación política” estuvo
explicado por cuatro décadas sin más partido político que el capricho de
Franco; pero hoy, cuando los índices de abstención en barrios populares superan
con mucho el 60 %, cuando el “sálvese el que pueda” y la ley del más fuerte se
imponen como culturas políticas, cuando la desinformación, la irracionalidad y
el matonismo de la extrema derecha, con Trump de supremo hechicero en el
aquelarre, marcan el signo de los tiempos, hay que preguntarse si las
herramientas con las que cuenta la democracia y la mayoría social para
defenderse y contraatacar son suficientes, si son eficaces para combatir el
tsunami de codicia y neo-fascismo que amenaza con inundarlo todo.
Para la izquierda, hacer
política de otra manera significaría volver a reunir la acción de las
organizaciones políticas y de la sociedad civil organizada como ocurrió en los
tres momentos que se han señalado al principio; es difícil, por supuesto; los
partidos han de renunciar al jacobinismo adquirido en 40 años de democracia, a
ejercer de forma exclusiva la “formación y manifestación de la voluntad
popular” como dice la Constitución; los movimientos sociales, por su parte, deberían
desprenderse del sesgo anti-político en algunos casos y del fraccionalismo las
más de las veces; el particularismo ha de dejar paso a la convergencia sectorial
en objetivos comunes. En definitiva, analizando los aciertos y los errores
cometidos, construyamos de nuevo el bloque social que ilusione y movilice a la
mayoría social en favor de la conquista de sus derechos e intereses, contra
quienes los avasallan.