Rosario Granado Gallardo
11 de junio de 2024
En
el año 2002 una delegación de intelectuales, entre los que se encontraban José
Saramago y Juan Goytisolo, visitaba Palestina para conocer de cerca la vida
bajo ocupación y apartheid. Entre sus
reflexiones llaman la atención las que hicieron mirando el paisaje desde la
ventanilla del coche. Veían la tierra palestina herida y martirizada, olivos
arrancados, huellas de tanques, carreteras y caminos arrasados... Además de a
la población, se estaba dañando a la tierra palestina. Que nada recuerde a
Palestina, que no quede nada, ni su gente, ni su cultura, ni su patrimonio, ni
su Historia... Ni su paisaje. Esa era la intención, hacer desaparecer todo,
incluido el paisaje, hacerlo irreconocible.
Supongo
que el caso de Palestina es único en la Historia. Pero la Historia está llena
de ejemplos de cómo la acción humana puede llegar a dañar al medioambiente.
El caso de Iraq es paradigmático. Desde la perspectiva de los años transcurridos se pueden analizar los efectos de la guerra en la naturaleza. Iraq tenía unos treinta millones de palmeras datileras de las que fueron taladas más de la mitad con fines militares. Los países se aprovechan de la debilidad de la nación iraquí, que sigue bajo ocupación, no lo olvidemos, para quedarse con toda el agua, absolutamente toda, de los afluentes aguas arriba del Tigris y el Éufrates.
Sólo Turquía ha construido veintidós presas de retención, seis de ellas terminándose de construir en la actualidad. Las tormentas de arena o el polvo se han vuelto mucho más frecuentes. Se le echa la culpa de la degradación de sus paisajes al cambio climático como si fuera una catástrofe natural, sin embargo es la consecuencia del daño devastador de la guerra.La
humanidad se enfrenta hoy a dos graves amenazas interrelacionadas, el cambio
climático y la guerra. Los avances científicos y tecnológicos aplicados a la
guerra han ido aumentando la capacidad de destrucción de ecosistemas y de
pérdida de biodiversidad. Así, en la Gran Guerra se innovó en armas
bacteriológicas y químicas. El uso del gas cloro, el gas mostaza o el gas
nervioso, además de causar la muerte de miles de soldados, tuvo un impacto
devastador en el medio ambiente.
En la Segunda Guerra Mundial el uso de la bomba atómica supuso la destrucción
total, dejando un paisaje arrasado y contaminado. Las guerras coloniales han
dejado a países enteros sin apenas cubierta vegetal, como es el caso de
Afganistán, y de impacto brutal fueron los bombardeos de EEUU en la guerra del Vietnam
con productos químicos defoliantes sobre grandes extensiones de la selva del
Sur, destruyendo toda la cubierta vegetal en donde se ocultaban los
combatientes del Vietcong. La destrucción de la jungla como objetivo.
La
toma de conciencia de todo este daño a la naturaleza y como consecuencia a la
salud humana, dará lugar desde los años 60 al Movimiento Ecopacifista, que se
organiza y fortalece especialmente en la República Federal Alemana en los años
setenta, ante el peligro nuclear y el recrudecimiento de la Guerra Fría entre
la OTAN y el Pacto de Varsovia por el intento de instalar los euromisiles. Tras
la derrota de la URSS Gorbachov emprende en 1985 el desarme unilateral y la
desaparición del Pacto de Varsovia. Se esperaba que a partir de este momento
entraríamos en una época de paz, pero los vencedores se lanzaron a una espiral
de intervenciones militares disponiendo ingentes cantidades de recursos para su
financiación. El Movimiento Ecopacifista entró en declive con su apoyo a la
OTAN en los bombardeos sobre Yugoslavia en 1999. Precisamente cuando la
evidencia del calentamiento de la Tierra empezaba a hacerse más evidente.
Para
combatir el cambio climático se necesita financiación de millones de dólares,
pero el dinero necesario se está derivando para gastos en armamento. En el
pasado año 2023 se alcanzó el máximo histórico, 2,24 billones de dólares, de
los que más de la mitad corresponde a los países de la OTAN bajo la tutela de
EEUU. El aumento del gasto militar supone un incremento directo en emisiones de
efecto invernadero.
Los
expertos que estudian el cambio climático nos dicen que para que la temperatura
no suba más de 1,5ºC (lo que supondría el colapso climático) habría que bajar
las emisiones de Carbono un 43 %. Sin embargo la huella de carbono de la OTAN
no deja de subir. En el año 2021 su huella de carbono alcanzó la cifra de 196
millones de toneladas. En el 2023 fue de 226 millones de toneladas y para el
2028 se espera alcanzar los 2000 millones de toneladas. Las emisiones de la
OTAN son superiores a las de muchos países. La industria de las armas, la que
se está enriqueciendo, es la que presiona en el Parlamento Europeo para
conseguir avances en sus intereses, como ha sido la aprobación del Reglamento
de Apoyo a la Producción de municiones o el Plan de Acción de Producción de
Defensa en el pasado año.
Pero
cuando vamos dando pasos hacia el colapso ambiental y surge de nuevo con fuerza
un movimiento social contra el cambio climático, nos ponen el foco informativo
en «la amenaza rusa» para justificar su política armamentística y beligerante. Da
vergüenza escuchar las palabras de la ministra Margarita Robles o de José
Borrell, pura propaganda de guerra, en el sentido de que hay que gastar más en
armas ante esa «amenaza rusa». La política intervencionista y expansionista de
la OTAN está diseñada desde hace décadas. La invasión de Ucrania por Rusia es
una consecuencia de esa política de agresión, no al revés. La verdadera amenaza
es la OTAN, para Rusia y también para Europa. La guerra se podría haber evitado
negociando, pero la OTAN no quiere la paz, quiere la guerra, una guerra larga,
prolongada, de desgaste... que necesita más recursos y más armas.
Y
ahí está Israel, aliado de la OTAN, y de Ucrania, para hacer más negocio; el
negocio de las armas probadas en Palestina. Ahí está Israel, con EEUU y Europa
de la mano, como punta de lanza para dominar y controlar el Medio Oriente, como
bastión fundamental para alentar y organizar a toda la extrema derecha mundial,
para poner gobernantes como Milei también en países europeos, para defender a
ultranza los intereses económicos de los señores de la guerra. Es la misma
política colonial de siempre, ahora con toda la moderna tecnología y la
inteligencia artificial a su servicio.
Esta
perspectiva económica y política subraya la naturaleza implacable de las
potencias neocoloniales, dispuestas a utilizar cualquier medio, incluido el
genocidio, para preservar su hegemonía. No se detendrán ante nada para mantener
su «paraíso», como diría Borrell, y están dispuestas a sacrificar millones de
vidas humanas si con eso aumentan sus beneficios. Esta ideología soberbia y
violenta supone una amenaza para el conjunto de la humanidad, siendo el
sionismo una de sus manifestaciones más bárbaras.
Frente
a ello, los pueblos se organizan y luchan en todo el mundo para defender la
tierra y defender la vida. Ejemplo excepcional es el pueblo palestino, que
lleva un siglo de lucha contra el colonialismo racista de Europa y de EEUU,
lucha heroica que merece toda nuestra admiración, apoyo y solidaridad. Y ahora
más que nunca, cuando está sufriendo solo e indefenso el peor de los
genocidios. La lucha del pueblo palestino por su tierra y por su supervivencia,
contra el racismo, la ocupación y el apartheid, es también de alguna manera, la
lucha de todos los pueblos por la paz, la libertad y la dignidad.